19.7.20

[Reflexiones] Esa bendita maña de leer

En el área de "Biblioteca de cabecera", la BD francesa, siempre estará

En "Al Final del Pavimento" cuento algo sobre mi predilección y amor por los libros. También rememoro mis primeras lecturas y cómo éstas se relacionan con la escritura. Me gustaría ir más al detalle de cómo generé el amor por los libros, con el único objeto de compartirles a ustedes, padres y amigos, algunos indicios que tal vez sean de utilidad para sus propios hijos o historias. 

El origen
Comenzaré por decir que de niño me leían. Tal vez ésa haya sido la herencia más importante que haya recibido, curiosamente a los 3 o 4 años, de padres en plenitud. Me leían a Borges, pero también al Principito, a Los Tres Cochinitos o a Blanca Nieves. Lo que importa de esto es el vínculo emocional que se crea entre el libro, el niño y la historia familiar: leer es un momento de comunidad, de cariño, de intercambio. 


Tuve la fortuna de vivir en Francia entre los 5 y los 8 años. Esa mitad de infancia fue crucial porque allá nos hacían leer mucho y además, –lo más lindo de todo– había una biblioteca pública adosada a mi escuela. Tras el almuerzo, seguíamos clases hasta las 4:30 y cuando mis papás no podían pasar  recogerme o cuando yo mismo lo pedía, me sumergía en la biblioteca y navegaba entre los cómics de la época, entre estantes que rebosaban literatura, imágenes, letras. 

También había juegos de ajedrez y torneos, pero eso será parte de otra historia. El punto es que yo leía y leía. Astérix, Lagaffe, Pif y hasta Picsou (la edición francesa de las historias de Walt Disney), pasando por Fantômette y muchos más que no recuerdo. Ediciones de Julio Verne para niños, así como otras historias. Permitían que te llevaras libros a casa, así que eso impulsaba más la cultura lectora. Ahí me comencé a convertirme en literófago.

Cuando volví de Francia, trajimos –en el mismo baúl que conservo y me apropié desde entonces– muchas de esas revistas y libros. Eso me permitió mantener el francés y sobre todo, el amor de la lectura. Acá, con mis ahorros compraba las Joyas Literarias Juveniles, libros clásicos para jóvenes que me dieron muchas horas más de entretenimiento: Julio César, Ben Hur, Historia de Dos Ciudades, Hojo de Halcón, Las aventuras del Barón Munchaussen, Las aventuras de Jack (de Alphonse Daudet), y así, hasta un día que los mismos tíos que me regalaron "Thriller" de Michael Jackson, me obsequiaron "La Salamandra", de Morris West, tal vez mi primer novela "de adulto", después de "El Capitán de 15 años" de Julio Verne.

Disponibles en Oaxaca, después de años guardados. 



Adolescencia
Ahí comenzó toda una etapa. Los libros siempre fueron mis mejores amigos. No podría contar cuántos me han acompañado, pero en suma, siempre han estado ahí. A diferencia de un amigo que se asombró en su sapiosexualidad cuando una chica le dijo que había leído unos "50 libros en su vida" y él casi se extasió, yo perdí la cuenta hace muchos cientos. Sin duda, La consagración de la primavera, El siglo de las luces, El Aleph, Los doce cuentos peregrinos, El coronel que se quedó sin quién le escribiera, Los Bandidos del Río Frío (¡Mención Especial!)... por supuesto sin dejar de mencionar los clásicos de la juventud: selección Kundera, Borges, Caroll, Carpentier, García Márquez, Hesse, Camus... 

Dejo un párrafo específicamente para el gran maestro Umberto. La primera vez que leí el Péndulo de Foucault debo haber entendido una tercera parte y aún así me permití recomendarlo a mis amigos –Luis debe haber llegado a la página 50– , pero yo quedé impresionado por la retórica, las referencias históricas, la explosión esotérica, el lenguaje entre Borges, Carpentier, literatura latinoamericana y la locura italiana, el sesenta y ocho, los esotéricos, los ordenadores, el umbanda, Brasil, la erudición de su autor, los partisanos, la caballería espiritual, Cecilia, la tompeta, la semiótica, el péndulo, Aglié o Saint Germain, Mía (que después fue inspiración en mi libro del pavimento), y muchas cosas más que podría enumerar sin parar diez minutos: el Péndulo fue, ha sido y será, mi referencia por años. Lo leí al derecho, al revés, desde enmedio. Debo haberlo leído unas seis veces.  Por supuesto que debería de hablar de otros libros de Eco (Baudolino, La Isla del día de antes, El nombre de la Rosa), pero será después.
El Péndulo, en el Musée des Arts ed des Métiers (Paris)

El fin de la indulgencia
Tal vez con Eco comencé a entrar en el libro-cuestionamiento. Por primera vez leía algo que me ponía en predicamento: antes, los libros eran de viajes, de historias de personas que simplemente eran o habían sucedido, cuyos valores siempre eran más o menos "buenos" y en los que los malos siempre perdían. En Eco no: entraba un nivel más potente de debate ético, los buenos no eran tan buenos y los problemas eran mucho más complejos. Me costaba entender qué era verdad y qué era mentira: se me volaba la tapa del cerebro. ¿El plan para conquistar el mundo era bueno? ¿Los Templarios existían? ¿Qué tenían de bueno las logias? ¿Servía de algo creer? ¿Era bueno meterse en las ceremonias paganas del Brasil? ¿Qué haría con un hijo con dos cabezas: también lo pondría a tocar el clarinete con una y el saxofón con la otra?

Con los múltiples Eco vino también la toma de conciencia que se fue subiendo de tono con una universidad que me quería mostrar –por fuerza– que el mundo de Dornbush, Schettino, Ferriz, Fisher y mi profe Kozikowski era el de los "buenos", y el de los rojos socialistas nacionalistas era el de los "malos". No pude creerme todo lo que me dijeron. Tal vez Eco me había ya vacunado; posiblemente ya traía inoculada la semilla de la duda. Amé a los malditos: Lenin, Guevara, Sartre y Sade.  Sí, gracias a mis lecturas aprendí a cuestionar y dudar. 

Sí, alguna vez fueron también de cabecera

De ahí en adelante vino una maestría en aspectos naturales y de conservación; el turismo visto desde otro espacio; el mundo de los negocios en interrogación. Luego llegó un doctorado que me estalló como la pimienta en la pasta: inesperado, potente, enigmático, transformador. Logré más o menos sortear la tormenta de mi primer año desde mi embarcación: perdí el palo de mesana, el mástil, parte de las velas, la mitad de la tripulación y por supuesto, toda la arrogancia... aunque me até al timón. Salí duramente golpeado, cual boxeador en el quinto round contra un oponente diez veces más fuerte. Veinte veces me tumbó, veinte veces me levanté, con más sed de lectura y de aprendizaje. Por supuesto, decenas de veces quise tirar la toalla (si aún contaba con algo a qué asirme), pero terminé por dejarme llevar por el ritmo de las olas. Hasta que alcancé la costa.

Ahí la geografía, la educación, la antropología, el turismo y muchas otras disciplinas me enseñaron lo que desde entonces trato de enarbolar: la interdisciplina y la imposibilidad de dejar de aprender. Me di cuenta que es mucho más fuerte lo que se ignora, que lo que se sabe, y que hay que mantener los ojos abiertos para encontrar nuevas islas del conocimiento y tirar por la borda viejos aprendizajes: viajar ligero para embarcar nuevos paradigmas. El punto final, lo puso la sociología, y en particular el posmodernismo latouriano, baumanesco, harveysino: "llegó el tiempo de no creer en nada más; el momento de sumar y sumar conocimiento porque no existe la verdad".  

Tiempos líquidos, actantes, cajas de Pandora, armas de los pobres


Al menos no donde la estaba buscando. 

Leer para tener diferentes opiniones, para discutir con otros y dudar de tus verdades. Leer para  comprender, y si no, al menos para dudar. Mi camino fue a través de la lectura académica, que hoy  pongo en relación con mi vida actual y consigue hacer mi cotidianidad cada día más interesante. Sé menos, pero me siento más liberado: escucho más y pienso que también lo cósmico, lo esotérico y lo in-natural tienen su lógica y verdad.  Si usamos el 15% (a lo sumo) de nuestro cerebro, ¿qué habrá en el otro 85%? 

¿Y ahora?
Borges siempre dijo que más que un buen escritor, era un buen lector. Yo quisiera serlo, pero los teléfonos celulares crecen como competencia y sin embargo, puedo decir que no hay nada que se iguale a la lectura de un libro. No me preocupa el medio: puede ser la pantalla de la computadora, el Kindle o el texto impreso, lo importante es el tiempo para hacerlo, la reflexión que genera y la concentración: un libro es evasión –del mismo modo que lo es el Facebook– pero también es aprendizaje y reflexión –que no ofrecen estas redes sociales– . Un libro es la construcción del pensamiento propio, la creación de nuestra propia imaginación: la construcción de mundos alternos que se colorean y llenan en la medida que leemos. 

Ayer que veía Farenheit 451 (versión 1966 de François Truffaut) sentí algo que oprimía mi pecho: el futuro nos lleva a la ignorancia y al aprendizaje ligero. Todo se vuelve simple, monetario, pragmático, gregario. Como dijo el profesor del video que circula en redes, "la universidad de hoy enseña un oficio, no a aprender", y ése es un riesgo mayúsculo. Si no generamos debate y aprendizaje, creamos robots. Aunque no sean de metal, hacemos personas vacías, sin mente reflexiva, sin discusión.



Nuestro presente reciente es aún más peligroso y por ende cada vez más parecido a la ficción que nos contaban entre los años treinta y los dos mil del siglo pasado: los espacios para pensar se atomizan por un lado y se reducen por el otro. Se atomizan porque están accesibles a todos, pero se reducen porque compiten con una oferta imposible de administrar en cuanto se refiere al tiempo: es tan volátil que simplemente pasa sin que la veamos. En la "línea de tiempo" de cualquier red social se cruza igual un meme que el texto de un filósofo, pero nosotros simplemente bajamos la pantalla hacia la publicación siguiente. 

¿Cómo harán los jóvenes de hoy para aprender de la historia, si solo se encuentran con imágenes y videos de Tik Tok que les llenan la vida cibernética? ¿Cómo descubrirán que el siglo pasado vivimos dos guerras mundiales y muchos virus de los que sobrevivimos como humanidad? ¿En qué momento se darán cuenta que hay muchísimos elementos de Mars Attack en la forma en que nos han pintado una pandemia, o que el nivel de idiotez de ciertos grupos sociales ralla Idiocracy en niveles peligrosamente paralelos? Como humanidad, nos ponemos una venda con alegría y devoción: estamos gozando del bajísimo nivel de debate, porque es mejor no preocuparse y "no decir nada si no tienes nada importante que decir". Los estudiantes no leen, y si no tienen capacidad de crítica, mucho menos lo tienen para la autocrítica.

Al inicio de la cuarentena mundial –fenómeno único pero no por ello anticipado por la ficción y la investigación– muchos insistimos que estábamos frente a una oportunidad única, porque incluía la posibilidad de reflexión, de aislamiento, de introspección. Pero si bien esto puede ser válido para un mínimo grupo de personas, para la mayoría simplemente fue el caldo de cultivo del miedo: las noticias fluyeron (y continúan fluyendo) de manera tal que asustan y, aunque muchos no lo quieren reconocer, impactan psicológicamente en nuestra visión del futuro. Muchos pensamos que hay quienes viven en una especie de adormecimiento, anestesia y trance televisivo-de redes sociales: repetir y repetir, ver una y otra vez la misma información hasta terminar por creerla. 

¿Y la lectura? ¿Y las ideas nuevas? ¿Cuántos libros nuevos has conseguido terminar durante la pandemia?

En conclusión
La monodisciplina hace daño. Si no quieres que tus hijos sean nómadas y conozcan el mundo, no los pongas a leer

Si piensas que lo que sabes es suficiente para sobrevivir los cambios que se avizoran en el planeta, lo mejor que puedes hacer es comprar un búnker y encerrarte pronto, al menos para que pases tus últimos días viendo Netflix (nuestro Televisa mundial, le llamo) y revisando tu Facebook... porque no vas a saber responder a lo que viene y ni siquiera lo estás pensando. Mejor una muerte feliz en tu propia caja, que en el peligroso mundo exterior.

Si por el contrario, tienes interés en encontrar soluciones y proponer cambios, en contribuir a hacer algo por el planeta, entonces simplemente sigue la recomendación del gran cineasta Werner Herzog: lee, lee, lee. 


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