16.9.21

Un trago por el abuelo



... Y vaya paradoja: casi ni tomaba, pero igual se lo merece. ¿Con cuántas historias te vas, abuelo? Más de quince años estuve cerca de él, de su filosofía, de su pragmatismo, de su esfuerzo personal y vida definida. Se fue uno de mis maestros. 

Era recto, aunque como todo comerciante, pragmático. Pragmático, pero muy honesto y eso sí, cuidando cada centavo que pasó por su mano. Huérfano de padre a muy corta edad, trabajador como los de su generación y vendedor hecho en la calle: en las plazas, en las ferias. Cargando, cargando, trabajando y madrugando. Ésa era la forma de hacer dinero antes. 

Me enseñó a vender, a cobrar, a cuidar el dinero. De niño –a los 9 años–, me llevaba al mercado Juárez de Toluca y ahí hacíamos tandem para las ventas: yo detectaba a los franceses, los atraía con mis frases previamente armadas con él y los llevaba al puesto. Ahí, él sacaba unos hermosos tapetes de Teotitlán del Valle y los mostraba en la grandeza de su puesto de 40 metros cuadrados. Los clientes caían redondos y a mí me tocaba de comisión un billete azul de 50 pesos, cuando era buena la venta, o un Morelos de 20, cuando no nos iba tan bien. Ahí aprendí a valorar el trabajo. 

Gracias a él conozco el corazón de las empresas familiares, de lo que se debe hacer y lo que no. A los 15 ya me iba a su camisería y abría la tienda con los trabajadores. A los 19 era "Gerente de Servicio" y tratábamos de meter un inventario y un sistema administrativo. A los 24 o algo así, renuncié, por "desaveniencias generacionales". ¡Que si sabré de este tipo de negocios!

Si lo hubiese seguido, habría tenido uno, dos, tres, cinco negocios, dos hijos y tal vez hasta me habría bautizado. Chance y hasta hubiera contraído nupcias en un salón de fiestas fifi, con una bella chica toluqueña de apellido rimbombante. Habría sido un nieto ejemplar. Seguro habría terminado panista o priísta, y en un descuido, hasta sería del club de rotarios de la ciudad... pero por suerte, soy el nieto que se fue. 

Sí, fue mi ejemplo y gran maestro por muchos años. Su tesón, optimismo, fuerza y salud siempre fueron únicas. Era como de fierro: cargaba, andaba en bicicleta, nadaba por horas. Sus ganas de disfrutar la vida, una tortilla o un pan motivaban: "Este mango es como una caricia para el estómago..." "Aunque sea una tortilla con sal, pero bien dorada del cuerito..." "A lo difícil, hazlo fácil, y a lo imposible, ¡hazle la lucha!"  

El secreto: chamba y deporte

Su secreto era trabajar, y el día que dejó de hacerlo, comenzó a morir. A los 95 todavía bailaba y se iba a la tienda. Aún en los últimos meses de lucidez les vendía sus corbatas a los enfermeros o se preocupaba por tener dinero en la billetera. Cuando iba con él al mercado, se ufanaba de que mientas otros aún dormían, él ya había hecho su primera venta: "¡Cómo éeestas!" –decía–, y te mostraba la billetera.

Trabajo, casa, trabajo, casa... así, ad infinitum, ad noventa y cinco años. Sí, se dio unas cuantas escapadas: Europa y Estados Unidos en algún momento de su adultez; España en su vejez. Eso sí, siempre volvía con mercancía para vender. A sus setenta y ochenta, buscó sus raíces en Guanajuato, con sus hermanos, a los que veía unas cuantas veces al año. Deportista, tritón y ciclista: nadó donde pudo, en cada alberca que se encontró, en cada laguna por la que pasó, en todas las playas que visitó. Yo aprendí a nadar gracias a él.

Pero no, nunca entendí su concepto de la vida. O sí, tal vez lo entendí, pero no lo compartí por mucho tiempo. Él era dinero y trabajo; yo aún ignoro qué soy, más allá del híbrido que he hecho de mí mismo. Y no, nunca me convenció de comprar una casa o de "sentar cabeza": "Ya va siendo tiempo de que te busques una mujer y compartas tu vida. Es más yo te pongo el chupe para la pachanga". Ni hablar, abuelo, nos la perdimos. ¿Tal vez en la otra vida?

Desde que partí de Toluca hasta la última vez que hablé con él, su preocupación era verme "cuajar" en la profesión: que tuviera una casa, que me parase en algún lugar... Tierra firme, pues. Hasta me quiso heredar una casita, para que dejara caer mis huesos un día.

Seguramente se reiría de mí si supiera que, igual que él sesenta años atrás, ahora vendo productos oaxaqueños, no solo para vivir, sino para compartir una esencia. También pienso que se reiría de mi socialismo, de mi pasión por lo comunitario, de mi solidaridad. No de mi rectitud, seguro, porque de ésa sí estaría orgulloso. 

Un día le dije que me dejara tomar una foto de su mano...
Un día, le pedí tomar una foto de nuestras manos


Noventa y nueve

Apenas el ocho de agosto festejamos sus noventa y nueve. Dije, en broma, que había sido una fiesta como las de los niños de tres años, o los bautizos, en los que se divierten los grandes y los adultos, pero que los festejados difícilmente recordarán. 

Él ya no estaba en su mejor condición, pero como siempre, vestía elegante, como todos los días que se vistió para trabajar. camisa, corbata, saco, sombrero, pañuelo en la solapa, zapatos bien boleados y bastón en la mano. Elegancia pura, como la que me pedía vestir (o yo mismo me imponía al verlo), cuando iba a su tienda a trabajar a los doce, quince, veinte. 

Muy decente, el abuelo se dejó pilotear en su silla para la foto de familia: con los nietos, con los hijos, con la familia A y la familia B, pero a ninguno se nos ocurrió hacerle una foto con su enfermero de cabecera, el que le cuidó los últimos tres o cuatro años. Así, el tamaño de nuestros olvidos familiares. Mal, tache para nosotros. 

¿Qué quedará de sus noventa años de trabajo en dos lustros? No sé, no me atrevo a preguntármelo. Seguro muchos pensamientos, buenos recuerdos y no sé qué más. "La primera generación trabaja duro y abre camino; la segunda lo madura, y la tercera se lo acaba", dice el dicho. Veremos qué sabemos aquilatar. Yo solo pienso que él hizo su gran parte y fue el pilar que siempre quiso ser. En torno a él giraba su familia, y durante años, detentó el control mientras lo pudo tener. 

Adiós

De sus últimos diez años no tengo mucho que decir. Simplemente dejamos de coincidir... ¿Pero quién diablos soy yo para juzgar a alguien? Aquí, la que enjuicia es la vida. Ayer y hoy derramé lágrimas por él, porque tengo enormes recuerdos de su pasado trabajador, de sus instrucciones en la tienda, de sus enseñanzas y llamadas de atención; de sus frases e historias de trabajo, trabajo, trabajo. 

Lloré porque lo recordé siempre fuerte y sano. Pensarlo en sus últimos momentos, desmunido, me hizo recordar que en efecto, al final todos dormimos solos, sin importar lo que hicimos o dejamos de hacer. Por eso el reconocimiento ha de hacerse en vida, solo en vida y nada más.

Por eso, un trago por el abuelo. Va por ti, Don Luis, por todas tus enseñanzas y esos grandes momentos que pasé junto a ti, aprendiendo a ser el nieto que nunca fui.




Postdata: en tu honor me puse corbata el día de mi cumpleaños, Don Luis.


3 comentarios:

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  3. Perdón por repetir el comentario,es que tengo dos cuentas, y pus,pus, se me fue el dedito...en tu relato..me llevaste por pasajes, que mi mente había archivado, en un perdido cajón polvoso,de mi memoria,es como regresar la cinta de super 8 y rascar las vivencias con sus coloridas situaciones, de la mano de mis padres, mi madre aunque, sin ese protagonismo, dictado por el macho alfa, por decirlo. Crudamente, sin resentimiento, y respeto... muy común de esa generación donde al hombre, por cuestiones ya muy entendidas se le deja esa labor..doña chepinita,era una comparsa, una mujer de entregada a la familia, mis hermanitas, por tradición secundaban esas labores,, donde el trabajo,compartieron, les hago un reconocimiento, y un afectuoso y merecido abrazo, los tiempos son otros, se movieron muchas tradiciones y conceptos lo que es la familia nunca volverá a ser lo mismo...saludos...

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