Hasta hace unas horas me preguntaba por enésima vez porqué había tomado el autobús, cuando podía simplemente haber abordado un avión. Sin respuesta, me enfrasqué en una lectura que me tuvo absorto hasta que la anatomía del viaje trajo un feliz encadenamiento de respuestas: momentos que vienen muy de vez en cuando, en los que uno redescubre o comprende la esencia del viaje.
Fue más o menos así: cuando no tengo prisa porque sé que voy hacia lo inevitable de la vuelta a casa, gusto de prolongar la nostalgia del regreso y la tristeza de la partida. Abordar un autobús es mágico porque te permite pensar y sacudir las neuronas. Si la vuelta es de tarde, mejor aún: las luces que caen reafirman la ensoñación del paisaje.