14.11.15

[Viajes] Fort Island, Guyana, o el mundo de Asha

Asha es una niña de unos 8 años. Viste una blusa amarilla y una falda negra con olanes. Tiene el cabello peinado en una casi perfecta cola de caballo y se nos acerca en cuanto nos ve llegar. Saluda a nuestro guía de manera bastante familiar y se une a nuestra visita al Fuerte Zeelandia, o Fort Island, como lo llaman ahora. Hace días que tengo su mirada y la historia de su vida clavada en la mente. Me hace pensar en turismo, en Guyana y en la palabra grosera: "desarrollo". 

Es la misma mirada que he visto en Cotahuasi, Cancún, Ayacucho o muchos de esos lugares "turísticos" de mi América Latina: ojos negros, profundos y brillantes que interrogan y hablan; ojos que cuentan una historia, hablan de ganas de cambio y de una mejor vida -o por lo menos diferente. Historias de niños que se encuentran con "el desarrollo" y se convierten en sus víctimas o héroes. Los soldados del frente, la infantería. ¿Será por eso que se usa ese término castrense?

El mundo de Asha es una isla que ni siquiera tiene una calle; tampoco circulan autos, bicis o motos. Es tan pequeña que solo tiene un andador, unas 6 casas y dos construcciones del siglo XVIII. Ahí, en 1744, los holandeses que llegaron antes que los ingleses construyeron un fuerte. En las puertas del Essequibo, uno de los más grandes ríos de Guyana, hoy país independiente que no llega a ochocientos mil habitantes. La isla no debe tener más de dos kilómetros de largo y trescientos metros de ancho. Asha tiene cinco hermanos más. Ella es el sandwich: ni la más pequeña, ni la más grande, pero hoy es la mayor, pues los primeros dos ya abandonaron la isla del castillo abandonado. 


Además del fuerte, en 1752 los holandeses construyeron una iglesia que después sirvió también como corte de justicia y espacio para la subasta de esclavos. Sí, Dios de un lado, la justicia del otro y los jodidos en el extremo, como siempre. La iglesia -hoy museo de un museo, o resto de museo- huele a excremento de murciélagos y está tapizado de textos que cuentan la historia de los holandeses en el Essequibo; tiene algunas banderas, piezas antiguas y transpira abandono. Es también imposible hacer fotos, como si uno aún se pudiera robar el alma de la construcción, que debe haber cambiado de morada hace ya siglos. 

El embarcadero es un viejo muelle de madera que alberga una desvencijada construcción verde con blanco, tal vez un día utilizada para recibir visitantes o altos dignatarios que habrán asistido a una ceremonia conmemorativa de la presencia holandesa en el país que hace esquina entre el Caribe y la Amazonía. Hoy es solo un mudo albergue de insectos que resiste los embates del sol y de la lluvia, sin que nadie le preste un poco de ayuda. El abandono traspasa los poros y todos los sentidos: un tipo echado en su hamaca, basura acumulada en la costa, un par de pequeñas embarcaciones y mierda. Mucha mierda de las vacas que hoy pastan en el fuerte sin que nadie les pida papeles o les advierta de su intrusión. 

A pesar de eso, los padres -más bien la madre, porque el padre ya se ha ido a trabajar a otro sitio- de Asha han hecho un pequeño esfuerzo: algunos árboles frutales han crecido y ofrecen sus maravillas: una pomarosa, de esas que pintan el piso de fucsia incandescente en temporada; una guava; algo muy similar al majambo peruano, ese enorme melón con semillas gigantes y perfumadas que se tuestan como si fueran castañas en invierno. Nada más. Mentira: una planta, que ha desarrollado hojas espinosas para resistir a las rumiantes depredadoras y a otros insectos de la selva, se yergue con orgullo en una de las esquinas del depósito de armas abandonado del castillo. 

Y yo sabía que la vida en una isla era jodida. 

Pero no puedo de dejar de pensar en Asha, en sus oportunidades de vida y en lo que hará una vez que se le terminen esas pipas para fumar tabaco, de dudoso origen holandés, que ofrece por unos cuántos dólares y como reliquia del paso de unos barbados rojos, rubios, blancos y metálicos que deben haber cuidado su isla. Seguramente tomará el mismo destino que sus hermanos mayores: el mundo urbano y su caos; un trabajo, un marido en Georgetown, porque la vida en la isla se acaba cuando recorres sus límites en menos de diez minutos. Finito. 

Su isla. Un pedazo de tierra abandonado (¿desconocido?) por las políticas públicas. Un monumento histórico que tiene mucho que contar -sobre todo de aquello que ya no quisiéramos hacer-; unos cuántos árboles que se pintan de colores por días y resisten los embates de la lluvia el resto del año; un hogar donde no existe la electricidad, donde no hay telefonía, café-internet, posta médica, escuela u otros niños con quienes correr hasta tocar el agua y volver. Una isla que pierde un poblador cada vez que cumple años. Un pedazo de tierra al que llegan de vez en cuando consultores y turistas: oportunidades para contar que los residentes viven y que no comen historia ni recuerdos de otras épocas, que para ellos el desarrollo no existe y que más valdría hacer algo antes de que el último fantasma se vaya con el resto de hombres, a trabajar en las minas ribereñas, al sueño del oro, a la búsqueda de El Dorado. A repetir el mismo camino que Sir Walter Raleigh recorrió en 1616. 

¿Y tú qué harás, Asha?


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