Hará unos cinco años, Lalo, Lupita y yo charlábamos en la sala de mi casa entre mezcales de sencilla calidad, pero orgullosamente caseros. El litro, por esos tiempos, costaba ochenta pesos y era un espadín de mucha decencia, nada arrogante ni exigente. Esas reuniones sucedían una o dos veces por semana y yo escuchaba historias de personas y generaciones sin saber muy bien para qué. Esa noche fue distinta porque del fondo de mi alma surgió un eureka:
–Me acabo de dar cuenta que yo vine a Oaxaca para contar sus historias –dije.