18.8.19

[Reseñas] La viajera del viento - Alonso Cueto



Hace no muchas semanas hice un post sobre Satanás, de Mario Mendoza, una novela perturbadora en muchos sentidos. Ahí también ligué una entrevista al autor en la que cuenta que uno de los escritores preferidos es Alonso Cueto, un peruano. Por supuesto, tejiendo red me fui hacia Cueto, sabiendo que en el Perú dejé parte de mi corazón. Va la reseña de mi viaje literario.

Es increíble cómo uno olvida que sabe muchas cosas bien específicas: viví en Perú cuatro años y durante ese tiempo pude escarbar, caminar, descubrir y husmear por cientos de rincones. Tuve la fortuna de tener grandes maestros que me mostraron de qué estaba hecho el país y cómo ha sido tejido por millones de almas y miles de años. Por supuesto que lo amo, por supuesto que también me di el derecho de aborrecerlo y de criticar a sus políticos. Más de tres años te hacen pequeño ciudadano, aunque aún no comprendas todo. 

Recuerdo sobre todo sus paisajes y mi época de caminante, conservacionista y amante de las áreas protegidas. No es que no lo sea ahora, pero mi perspectiva es distinta, menos fundamentalista... También recuerdo el Perú profundo: Ayacucho, Sendero Luminoso, el Quechua y muchas lecturas que hice de su salvaje pasado. En Perú me convencí de que la violencia no es la forma de hacer un cambio; de que las guerrillas y guerras internas solo hacen daño y rompen familias, y que quienes las padecen están en la base de la pirámide. 

El fenómeno Sendero apenas se comenzaba a discutir en la época. O no: ya se conocía y discutía en los medios intelectuales, pero no en los populares. Fue en esa época que Santiago Roncagliolo salió a la luz, fue en ese momento que leí el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, fue entonces que se inició el debate sobre la importancia de la construcción de una memoria en el país. En 2008 o 2009 visité Ayacucho y me imaginé lo que había sido eso: miles y miles de indígenas cuyo crimen era hablar quechua y no tener defensa legal; centenares de acusaciones sin fundamento y pueblos bajo dos fuegos: los insurrectos y la milicia. Ambos hacían (ab)uso del poder, los dos bandos usurpaban su derecho a joder pueblo.

De ahí viene Cueto: de la historia de un ex-soldado que años después, trabajando en uno de esos mercados que visité por decenas, vende plásticos y vasos de cristal. Es la historia inverosímil o tan real –viva nuestra América Latina– de este hombre que se encuentra con la sombra de su pasado, del ex-militar en la vida de civil.

Pero no solo es Sendero en la historia. También es Lima, también es poema: "Esa tarde pensó que la soledad era como flotar en un barco de mástiles altos, al que se le había perdido para siempre el ancla." (p.17). Es frases que sí, van y vienen al ritmo del viento, de la esperanza y la tristeza. Y un día Ángel (ése es el nombre de nuestro personaje principal), cae en la cárcel por un crimen que no cometió pero que le permite limpiar sus penas. 

Su descripción del penal es casi respirable: "Durante los siguientes días pensó que había ocupado el cuerpo de otro hombre. Se fue habituando a esa otra identidad, acorazado en el silbido que brotaba de las paredes. Era un ruido que se convertía en un proyectil, atravesaba los cuartos y golpeaba los muros y las cortinas al costado de las camas." (p.88). Ángel es su nombre: paciente y resignado: ya sabe que la vida es así, que un día estás afuera y otro adentro. Que nada es para siempre. Ni la muerte. 


Cueto tiene también lecciones de vida: "Los Llakis son pensamientos dolorosos. Recuerdos que se quedan con la gente. Nunca se van. Pero también está lo que llaman el pampachanakuy. Es un ritual de perdón, pero no es un perdón en realidad. Es un acuerdo que ignora o pone a un lado los procesos del pasado. Las dos partes llegan a un acuerdo y luego entierran sus diferencias. Esta es la manera que tenían de lidiar con el perdón. No confrontando, sino superando el pasado" (p. 116).

Cuando uno lee este texto, se va de regreso por las calles de Lima. Miraflores y San Juan de Miraflores; San Borja y la costera. Yo volví, y hubo un par de noches que me sentí allá, entre el tráfico de la ciudad y sus olores. Entre sus calles, sus espacios y sus gestos. 

No, no es una novela compleja. Es más bien legible; sin pretensiones, pero con ánimos de contar una historia, de refrescarnos la memoria en una ciudad que lentamente se olvida de sus muertos, de su pasado y que no hace luto: solo se deja llevar por las nuevas capas de historia.  La historia de Ángel y su hermano transportista, dueño de una flotilla de combis que lucha por mantenerlas en buen estado y orden es también una señal de sueño de lo posible, de un Perú que se moderniza y piensa en su futuro, sin dejar la nostalgia de antaño. 

Los personajes son comunes, pero todos tienen un toque de humanidad: desde los compañeros de la celda y del penal, el sacerdote que los acompaña, el colega de trabajo, la cuñada que al salir del encierro le prepara un espacio en su casa y que él vive así: 
"...se quedó mirando el cepillo, con sus cerdas extendidas, como buscando ayudarlo, miles de filamentos queriendo protegerlo y retenerlo en el mundo. El cepillo tenía forma circular, que se acomodaba a los dedos y los colores blanco y azul eran en ese momento los más bondadosos que había visto. Cerca de él estaban el jabón, las toallas, la cama tendida. en ese instante, mientras veía ese espectáculo de objetos tan concretos dispuestos para él, sintió que el rostro le estallaba y que la realidad se nublaba para reordenarse y confirmar lo que hasta entonces no había creído del todo. Alguien le estaba dando la bienvenida al mundo [...] En la oscuridad, vio algunas de las imágenes que lo perseguían, se sintió avasallado por los beneficios del llanto, y se hundió en el aire que lo rodeaba. al final, mientras seguía sollozando sobre la cama, se dio cuenta que aún estaba allí." (p. 157)

Cueto, Alonso. La viajera del viento. 2016. Tusquets, México


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