Yagul
No sé si lo viví o lo soñé, pero ayer que estuve en Yagul me di cuenta que pasó ahí. O que sucederá en ese lugar. El tiempo es incierto, irreal y hasta anacrónico. Si viviste un “déjà vu”, sabes a qué me refiero: comprendes que pudo haber pasado antes: en otra vida o ayer; que puede estar sucediendo en el futuro inmediato que tu mente aún no procesa.
Si te arriesgas a la ficción de los sueños premonitorios o a la utopía de los recuerdos ancestrales, coincidirás conmigo: el tiempo no es cosa lineal, Einstein tenía razón; los adivinos podrían existir y la reencarnación explicaría las complejidades del tiempo cíclico: Doce monos, El Relato más hermoso del mundo, Funes el memorioso... Todos ellos serían parte de la inescrutable irrealidad del oxímoron y de lo incomprensible: pasado del futuro, anacronía temporal, visión irreal.
Lo que presencié ayer, lo soñé hace más de diez años, pero también lo pude haber vivido hace mil… o tal vez suceda pronto. Incluso en mi memoria hay un embrollo: creía haberlo escrito, pero hoy pasé horas buscando mis notas, y sin embargo lo tengo tan presente como si hubiese sido la semana anterior. ¿Seré como ese personaje de Kipling, Charlie Mears, que recordaba entre sueños su vida pasada como esclavo de un galeote griego?
La historia es ésta:
Camino por la montaña hacia la cima. El camino comenzó en un valle, donde dejamos las camionetas –viajamos con un grupo de diez o quince personas–. Es un valle amplio, con montañas, muchas, en el fondo. El paisaje es árido, muy seco. Casi no hay árboles. Llevo un sombrero de ala corta y el sol es extremo. Increíblemente, el paisaje está lleno de piedras enormes que podrían ser el resultado de la evacuación de un volcán: monolitos gigantes que en los tiempos de la creación de la tierra surgieron de su interior, escupidos por la fuerza de una tierra que eyaculaba vapor y fragmentos pétreos. Avanzamos, con nuestro grupo, hacia lo alto, en busca de algo que antes no entendí y ayer reconocí: pinturas rupestres y vestigios de otros tiempos. Buscábamos cuevas con el significado de la vida y de sus primeros pobladores.
Ayer comprendí que era Yagul.
El sueño –¬como todos los sueños– es corto y sucede en el espacio de unos minutos (¿segundos?) a una velocidad vertiginosa, alucinante.
Avanzamos tranquilamente por las rocas, a través de matorrales y hierbas; entre formas pétreas inconcebibles para el sitio: un elefante, una ballena, la cabeza de un caballo… Mientras subimos, insólitamente comienza a temblar. No un leve sismo: un desmesurado terremoto que hace que esas piedras se muevan e inicien una reacción en cadena: unas empujan a otras y todas ruedan hacia el valle con sonidos estrepitosos, como si cobraran vida, y como si debajo de ellas, la tierra despertase en un lento bramido.
–¡Corramos hacia arriba! –digo, en mi lógica antigravitatoria, que dice que si vamos en contra de su fuerza, evitaremos perecer bajo las rocas–
Todos me siguen y emprendemos una larga huida hacia lo alto, dejando las camionetas atrás y observando cómo las piedras –una primero, luego diez, y cien después – ruedan hacia el fondo del valle. Después de un centenar de metros me doy cuenta de que no lo lograremos, pues el sismo nos hace tropezar y es cada vez más fuerte: circulamos prácticamente entre un río de granito de color marrón, negro, rojo.
–¡No! Mejor vayamos hacia las camionetas –Les digo.
–¡Está bien! –Dice uno de los acompañantes, que en la espalda lleva a un niño y lucha por evitar la trayectoria de los proyectiles que vienen sobre nosotros. –¡Corramos!
Corremos, desbocados, hacia nuestra única salvación: abordar a las camionetas y abandonar la zona. Detrás de nosotros la montaña es todo crujir y resoplar. Pareciera que un titán o un cíclope saldrán de las profundidades y nos lanzarán piedras por los aires. Como podemos, llegamos y abordamos los vehículos. Arrancamos y tomamos un camino de terracería que va en sentido opuesto a la montaña, como esperando que todo sea una pesadilla o que al menos la sobrevivamos. Circulamos lento, por el material que esquivamos.
Pronto me doy cuenta que el valle entero amenaza con sepultarnos, no solo a nosotros sino a las casas y construcciones; otras paredes del valle se desprenden al unísono. El apocalipsis, el fin del mundo o la siguiente etapa de transformación del planeta está cerca.
No sé qué hacer, pero me siento guiado involuntariamente: algo me dice que debo continuar el descenso hasta llegar a las casas del fondo. Son construcciones de un piso, de paredes claras y tejas rojizas de las que sale gente, desconcertada, aterrada ante el escenario. Una de las camionetas de nuestra caravana queda varada, luego de que uno de los trozos de peña cae sobre el puente por el que cruzáramos segundos antes. Hay gritos, alaridos, rezos.
De pronto llego a la casa que busco. Ignoro siquiera por qué la conocería, pero sé que es el lugar que esperaba encontrar. Bajo de un salto del auto y corro hacia la parte trasera. Ahí, sobre la pared blanca, hay una palanca metálica de punta redondeada, de unos sesenta centímetros de largo, a la altura de mi cabeza. El manillar sobresale de una hendidura y toca prácticamente la parte superior del tope de la rendija. El fin del mundo.
Con fuerza, pero sin demasiada presión, empuño esta barra y comienzo a bajarla hacia el centro, donde se observa ahora un texto ¬–apenas legible– que tiene el número 1521. Me detengo un poco antes de llegar a dicha inscripción. El ruido ensordecedor y la caída de materiales se detienen, haciéndose un silencio absoluto.
Quiero voltear hacia la montaña y observar, pero no puedo. ¿Estoy despierto? ¿En otra vida? ¿Fue real?
Oaxaca, y algún otro lugar de mi memoria, 2006-2019
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