Con frecuencia me acuerdo de una entrevista que hicieron a Saint-Exupéry, el papá del Principito: le preguntaron si tenía miedo a la muerte –y él, que hacía vuelos rasantes con su avión en plena guerra para fotografiar las instalaciones alemanas– parsimonioso, respondió: "Un hombre, después de los treinta, ha vivido lo suficiente como para no tener miedo a la muerte". Se me quedó grabado porque justo rondaba mi primera treintena y, desde ese momento, a la Parca le tengo respeto, pero no miedo.
Años después se me ocurrió hacer un texto sobre el suicidio (lo puedes leer en Al final del Pavimento) en el que me mofaba de él y terminaba redactando un epitafio que acompañaría algo que jamás querría: una tumba. En ese ejercicio nocturno concebí un par de frases lapidarias (para la lápida que ojalá nunca exista, pues ruego me esparzan al viento), que eran más o menos textos para personas de bajo perfil: algo así como "al final todos nos vamos", o "deja de llorar, que yo me la pasé muy bien". El asunto era decir más o menos lo mismo: que cuando nos vamos, nos vamos, y no hay poder humano o metafísico que nos haga volver...
¿Pero a qué viene toda esta sobriedad y sensibilidad mortuoria?
Pues la culpa la tiene un tal Heinrich Harrer. Un señor que en 1938 tuvo la ilustre ocurrencia de escalar la cara norte del Eiger, una montaña suiza tan compleja que hasta le dio nombre a una marca de ropa de montañismo: "The North Face". Hace días que estoy prensado entre la pared rocosa y la cuerda de escalada; entre los crampones y las piedras que rozan cara; entre las avalanchas y las tormentas de nieve que mataron a más de tres en esa montaña de más de 12 mil pies de altura. El relato es tan interesante y de culto entre montañistas, que si no fuera por mi pie roto, escalaría para sentir lo que Harrer cuenta: que no hay muestra de fortaleza humana mayor que hacer cumbre en 1938.
Pero vayamos por partes.
El libro es un trabajo de unas 300 páginas en las que el actor principal es la cara norte del Eiger. El autor relata la historia de equipos de montañismo que desde los años treinta y hasta los años sesenta hicieron esfuerzos de escalada. Imagine el lector que hace ochenta años no había cascos, equipos de rescate, sleepings para alta montaña, chamarras térmicas e incluso barritas energéticas o café soluble: la gente subía con su propio esfuerzo y sin más utensilios que sus manos, muchos ánimos y algunos clavos para fijar su cuerda a la pared. No había GPS, Google Maps o teléfono celular para pedir ayuda. Estabas solo en la inmensidad de una montaña de 4 mil metros de altitud en la que había que subir más o menos 3 kilómetros hacia arriba, prácticamente en línea vertical. Tarea de titanes.
Harrer fue parte del primer equipo de 4 personas que consiguió hacer cima. Lo que es riquísimo para mí es cómo cuenta las diferentes historias, basado en los textos de otros, sus propias experiencias e investigación, pero sobre todo cómo evidencia que el trabajo en equipo es, en la mayoría de los casos, la clave del éxito o fracaso. Algo que, en lo particular, siempre he insistido: "dame un equipo y venderemos desde un clavo hasta un avión... O simplemente escalaremos el Eiger."
White Spider me hizo pensar en un libro que compré hace años, cuando era apasionado del trabajo en equipo "a la gringa". Se llamaba algo así como "Annapurna, historias de fracasos de las que podría aprender un gerente" –por favor, no lo tome el respetable como una traducción literal o una sátira demasiado explícita al American Management– donde contaban por qué no valía abandonar al equipo o ponerse a discutir a la mitad de la montaña.
Más allá de mi sátira, debo alegar que el libro tenía excelentes lecciones de trabajo en conjunto: la montaña –el campo y el viaje– son de los mejores espacios para analizar la respuesta del cuerpo y de la mente ante el estrés y ante las situaciones peligrosas. Añadiría la moto y otros deportes extremos, que también son un excelente espacio para darse cuenta de qué estamos hechos los humanos.
Porque es cierto: la vida tiene límites muy delgados y riesgos muy altos.
Primer Ascenso con Harrer y equipo |
Una de las historia de Harrer tiene que ver con un ascenso en 1957, en el que dos alemanes se encuentran con dos italianos que habían iniciado su escalada dos días antes, pero al parecer no tenían muy claro lo que estaban haciendo a nivel del terreno –no lo conocían– y estaban medio perdidos. Los alemanes, unos montañistas de buen nivel, deciden quedarse con los italianos y acompañarlos en lugar de continuar su camino porque –la suposición dice– ven que los italianos no podrían hacer el ascenso solos y deciden solidarizarse.
La historia es confusa, pero más o menos pasa que los alemanes actúan como nadie que los conocía hubiese pensado que harían: tras haber perdido su mochila de herramientas deciden seguir, no intentan rebasar a los italianos, toman más riesgos de los que deberían... y claro, pasan una serie de accidentes que vuelven necesario dejar primero a un italiano que tiene una pierna rota, luego al segundo, a quien le cae una piedra en la cabeza. Al final, los alemanes se pierden y sus cuerpos no serían recuperados sino cuatro o cinco años más tarde, en el hueco de una montaña. Solo sería rescatado uno de los italianos, de apellido Corti.
–"¿Cómo fueron capaces de seguir, si ellos eran personas muy cuidadosas?"
–"¡Qué mosca les picó, que decidieron continuar cuando sabían que el riesgo de acompañar a los novatos era muy alto!"– Se preguntaron sus amigos y familiares...
–"Pero si ellos no eran así.."
Lo que olvidan todos es que ésa es justo la regla básica de los accidentes: sentirse tan confiado que uno mismo es capaz de romper sus propias reglas... si lo podré contar yo.
Pero más allá de la historia que te invito a leer, me hace pensar que en efecto, así son los accidentes, pero también así es la solidaridad: los dos alemanes trataron de salvar al más débil, le dejaron su tienda de campaña, su comida, y al final perecieron; el Batallón de San Patricio estaba hecho por un puñado de irlandeses que decidieron abandonar al ejército americano y pasarse del lado de los mexicanos, a sabiendas de que la superioridad numérica norteamericana terminaría por vencerlos. Hay muchas historias de ese estilo: por suerte el lado romántico y solidario aún existe, aunque no siempre se gane.
¿Cuál es el fin de la vida, entonces? ¿Ganar? ¿Perder? ¿Ayudar al desvalido?
Cuando era un veinteañero, en un momento febril –entiendo por febril un desorden de temperatura, en el que la mente vacila en el abismo de lo irreal y de lo filosófico con más facilidad que en un sueño– me pregunté para qué estábamos en la vida y qué haríamos con ella. No recuerdo si me acompañaba un poco de vino, o un whiskey, pero estoy seguro que fue uno de esos momentos donde las emociones están a flor de piel, en los que basta tener a Bill Evans (el José Alfredo de otros) en los oídos para que la vida simplemente no valga nada. Generé entonces tres frases que desde entonces me acompañan y me gustaría compartirte:
¿De qué tamaño es tu mundo?
¿Hasta dónde quieres llegar?
¿Cómo quieres que te recuerden cuando ya no estés?
Esas frases han sido desde entonces mis fantasmas, mis fantasías, mis inquisidores y mis motivadores. Tal vez en el fondo escondan un excesivo amor propio o egolatría, pero que tire la piedra el que niegue que una de nuestras metas es hacernos un huequito en la historia. Como dijo Martin Luther King algún día: "If a man hasn't discovered a reason to die, he isn't to live". Y sí, coincido: sin pasión no hay vida.
Corti, siendo rescatado |
Cuando leí la historia de los alemanes e italianos en la montaña comprendí lo cerca que estamos los motociclistas de los montañistas: hasta en el organismo más individual, el casco, existe la solidaridad. Podría contar muchas historias de motociclistas cuidando de otros, pero ya es un poco demasiado para un texto que argumentaba ser corto.
El hecho es que este libro promueve la reflexión en muchos sentidos: sobre el valor de la aventura, acerca del cumplimiento de sueños y metas, sobre la importancia de la solidaridad, del trabajo en equipo y también de la importancia de la comunicación, entre otras cosas que van mucho más allá del montañismo: es un libro que también escarba en las profundidades de nuestra psicología en los momentos más peligrosos. Te invito a ponerte los crampones y los zapatos del otro para pensar en el porqué de nuestra frenética busca de lo más alto, lo más rápido y los más fuerte...
Espero haber logrado mis propósitos de compartir mis ideas e invitarte a leer un buen libro.
Harrer, Heinrich. (2005 [1959]. The White Spider. The Classic Account of the Ascent of the Eiger. Harper Perennial. London.
NOTA: Algo más ronda mi mente. Cuando terminé de leer el capítulo reseñado en este texto me dije que uno de los italianos mencionados (Corti, el único que fue rescatado con vida) debía ser realmente malo porque Harrer no habla bien de él, así que me fui en busca de nuevos textos y me encontré que más de una persona habla en su defensa, lo que finalmente me dejó pensando que como siempre, la historia está del lado del que maneja la pluma. Nada, no obstante, que obscurezca tanto al libro como para no recomendarlo.
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