Noventa y ocho años se dicen fácil. Me hacen pensar en 1898, el año en que nació Borges, pero también en los 98 que cumplió el último de mis abuelos vivos. Si no les importa, quiero hacer establecer algunas relaciones entre él y aspectos de la vida, pero también traer al espacio del texto escrito, lo que para mí implica el espíritu de familia.
No sé si me lleva la nostalgia o la evocación banal, pero me gusta pensar, ahora que asistí al onomástico de una de las personas más longevas que conozco, que podemos sacar algo más de reflexión, que fotos y lindas palabras de felicitación.
El abuelo
He escrito acerca de dos de mis abuelos. La tercera, aunque la quise mucho, tuvo una vida más bien tradicional, y me cuesta aún elaborar un texto: era la sexta o séptima de nueve hermanas que nacieron en el primer cuarto del siglo XX, su papá tenía una abarrotera grande (La Proveedora, de don Vicente) y además de vender sus productos, ofrecía bebidas espirituosas a los comensales que probaban "casquitos", un plato típico familiar de papas, queso de puerco, zanahoria, orégano y sal, que preparaban su esposa e hijas.
Como el lector podrá imaginar, a la Proveedora llegaban muchos jóvenes a merodear y superar la difícil prueba de mostrarle a Don Vicente que tenían dinero para comprar y beber buenos tragos, pero también para mostrar que el estómago (el cuerpo, y el espíritu), lo tenían listo para las delicias de sus hijas. Desfilaron músicos, comerciantes, profesores y hacendados, en tanto fueron sucumbiendo las hijas a sus encantos y millones, o promesas de amor y felicidad.
Mi abuelo fue uno de esos afortunados. Casóse con Josefina y procrearon a su vez la ínfima cantidad de nueve retoños, solo como para –supongo– mostrar al suegro, que ellos también podían con una familia grande. Los nueve de Luis y Josefina son una buena gama de profesiones y de historias, que algún día podrán ser contadas. Baste –por ahora– decir que hay de todo, aunque lo que más se dio tiene un carácter conservador, con los deslices propios de su época.
Pero permítaseme ir con más detalle sobre la evolución e historia del abuelo: huérfano de padre a los 6-7 años, tuvo que ponerse a trabajar arduamente desde temprana edad. Una de sus historias más contadas es la de salir a vender las tunas de la casa en que moraba: aguatarse con las espinas, ir a la calle con sus productos, hacer montoncitos, y cambiarlas por unos cuantos centavos.
Pero no es la única: con sus hermanos, vendían zarapes o ropa en el mercado y en muchas plazas: Zitácuaro, Valle de Bravo, Amanalco, Ixtlahuaca y muchos etcéteras. Digamos que tuvo la fortuna de contar con un capital inicial, hermanos y una madre administradora a la que los hijos entregaban todas las ganancias. Ella las ponía en un cofre que cuidaba con celo, repartiendo según las necesidades. Ahí iría tal vez mi primera reflexión sobre el espíritu de familia: cuando existe y se organiza, funciona.
A mi abuelo lo conocí realmente hacia los 9, pero con mucha profundidad: Como niño recién devuelto a mi tierra después de pasar media infancia en París (¡vaya que fui afortunado!), volví a mi ciudad natal y el abuelo me contrataba de traductor para ser su "jalador" en el mercado de Toluca, al que llegaban visitantes extranjeros llevados desde la Ciudad de México. Ahí vendíamos zarapes y textiles de muchos lugares del país: Santa Ana Chauntempan, Teotitlán del Valle y otros espacios. He contado al respecto en mi "Al final del Pavimento", así que solo me limitaré a recordar la belleza y gran formato del puesto: tenía unos 40 metros cuadrados y tres o cuatro de alto, era una alegoría al folclor y un tributo a las manos artesanas: teníamos de todos los colores y tamaños, calendarios aztecas, chak moles, changuitos, tapetes de Saltillo, ponchos, gabanes, etc. Vaya que desde entonces, sin darme cuenta, conocí los temas en que ahora trabajo.
El abuelo laboró como la mayoría de nuestros abuelos post-guerra: fuerte, sin descanso, sin reparos y con el único objeto de crecer en un mundo que, de una u otra forma, tenía todavía horizontes conquistables. Con el paso de los años y un enorme esfuerzo, se hizo de un terreno, luego otro, una casa, construyó un pequeño edificio, y así, siempre con la meta de ayudar a sus hijos, "de proveer", como era vista entonces la misión de un padre: trabajar mucho y llevar dinero a la casa, mientras la esposa, diligente, se encargaba del hogar, y de la administración-gestión de los nueve hijos. Dieciséis años con recién nacidos en casa: ésa es la distancia entre la hija mayor, mi madre, y el benjamín de la familia.
De acá podría sacar otra conclusión del espíritu de familia: no era solo una familia, sino una escuela del hogar. Las más grandes –curiosidades que hacen los cromosomas– eran mujeres y como tales, fueron las encargadas de cuidar a los más pequeños, aprender a hacer de comer, limpiar, lavar. Todos tuvieron que aprender a participar en la hechura de la casa: división del trabajo clásica, de familia clásica. Eso, en las familias contemporáneas de uno o dos hijos, es apenas una alegoría del pasado, pues ya todos hemos sido reyes del hogar y no parte de su construcción.
Necesitaría muchas páginas para traer las decenas de frases del abuelo y sus circunstancias. Me limito, por ahora, a recordar una de las que más me marcaron y rigen mis recuerdos: "A lo difícil, hazlo fácil; a lo imposible, hazle la lucha". Un optimista imparable, el abuelo difícilmente se quejó de la vida. Más bien, siempre buscó la forma de sacarle la vuelta a los problemas y encontrar soluciones. En su pragmatismo, todo se podía arreglar. A sus noventa y ocho, con una condición mental algo deteriorada, sigue pensando que llegará a los cien o más. En mis peores momentos, he empleado su frase como una especie de fórmula mágica. Macho irredento y ser humano de múltiples errores, el abuelo también merece críticas, pero no será aquí que las haré. Baste decir que las llevo en mi mente y que tristemente, son parte de la herencia que me llevo. He ahí algo más del espíritu familiar: las enseñanzas, buenas y malas, se quedan.
El espíritu de familia
Cuando pensé este texto volvía de Toluca, de la celebración de su cumpleaños. Me decidí a ir porque su condición de salud se ha deteriorado y sí, a esa edad, cualquiera puede no amanecer. No fue una despedida, porque le dije adiós hace años, cuando hizo algo que no podría nombrar pero me obligó a alejarme: dejé al abuelo-maestro y tutor que admiré por ahí del 2013. Hoy me da más tristeza que ánimo verlo en situación de dependencia y con la memoria revuelta en un presente de ficción. Eso es, para mí, su última enseñanza: todos deberíamos de tener el derecho de partir con la frente en alto, pero los humanos queremos vivir hasta el último destello, aunque sea sin lucidez o salud.
¡Qué miedo le tenemos a la muerte, caray!
Pero en fin, hablaba del espíritu de familia: expliqué que asistí porque su condición flaquea y eso es también una metáfora de la propia familia. De los nueve que nacieron, ocho quedan, y el tiempo, como siempre, genera discusiones. Quien diga que la suya es perfecta, no es nada más que un gran mentiroso: los lazos no duran para siempre, ni las grandes construcciones, ni las memorias o los libros. Todo se rompe un día. Los viejos son, siempre, esos tirantes de soporte, y el día que se van, los hijos se repliegan hacia sus propios grupos. A veces coincide con los momentos en que ellos mismos se hacen abuelos. Así se reproduce el espíritu de familia entre generaciones.
Mientras volvía a casa, en mi largo trayecto de ocho horas en la soledad del casco, reflexionaba sobre eso y el influjo de la pandemia, que nos sorprendió a todos: a mí, me había impedido volver desde diciembre del año pasado. El cumpleaños logró ser un gran pretexto para ver a mis viejos y desafiar la norma del "no te veas, no te abraces, no te hables de frente". Había querido ser responsable y no ir antes –más por respeto a los miedos de otros, que a los míos– pero ahora que escribo esto, y mientas se escucha por mi ventana, con música de fondo, un perifoneo que dice: "no te arriesgues al contagio, no salgas, nosotros te traemos las tortillas de maíz directamente a las puertas de tu casa", pienso que nos han construido (y lo hemos comprado) muy bien el miedo. Pasamos del Antropoceno, al Pandemioceno, el tiempo en que se hicieron añicos las relaciones humanas, las familiares terminaron por romperse y el plástico contaminante tomó su segundo aire.
En la fiesta fue inquietante ver que las familias no sabían cómo actuar: unos traían el cubrebocas casi atado, otros colgando de un lado. Hubo quienes sí se permitieron un abrazo y quienes prefirieron no saludar. Ahí pensé que deberíamos crear una norma de saludo en la que según el temor, nos diéramos opción o no de abrazarnos, así sabríamos cómo tratarnos. Como corolario del festejo puedo decir que ya pasaron dos semanas y no hubo contagios: dos viajaban de Cancún, uno de Oaxaca, el resto de la misma ciudad.
Este ejemplo habla igualmente del impacto pandémico en el espíritu de familia: saludarse y abrazarse es convertido hoy en "cuida al prójimo no abrazándolo, alejándote de él, evitando el contacto físico". Es la humanidad que avanza, pero a paso de cangrejo. En fin, ¿a dónde voy con todo esto? A dos cosas, que sin rodeos, describiré en los siguientes tres o cuatro párrafos: el espíritu de familia tiene aspectos positivos y negativos. No diré que tengo una fórmula al respecto sino, acaso, que debemos verlo y pensarlo. Ser conscientes.
Me gusta mucho pensar que la familia es ese ente que siempre está. En mis peores momentos, me he sentido respaldado por la oportunidad de contarles mis penas y pedir ayuda a los más cercanos. No se trata de dinero, sino de confianza, de esperanza, de un sentimiento de fraternidad. Las reuniones, cuando son cortas y no frecuentes, tienen una gran magia porque juegan con los recuerdos del pasado. Sin duda son buenos y malos, pero en una fiesta, sobresalen los positivos y las risas. Siempre hay anécdotas, buenos recuerdos y cariño. Vernos unos a otros, cargados de arrugas, experiencias, aprendizajes, es central para pensar una comunidad. Ver a mis primas, primos, tíos, sobrinos, padres, es siempre un gran momento. Ojalá esas oportunidades perduren cuando parta el abuelo.
Pero la familia también debería ser un espacio de aprendizaje y eso sucede poco. ¡Por supuesto que es una sabia medida evitar los roces en las reuniones! Pero también se puede convertir en un monumento a la hipocresía. Lo mejor es practicar la escucha activa y la tolerancia: te escucho, no te trato de cambiar y sin embargo te muestro mi afecto y comprensión. Hace varios años que no vivo en mi tierra natal, y eso me ha permitido convertirme en un mejor escucha. Así, he conocido las diferentes versiones de las controversias familiares. Más que tomar partido, trato de generar reflexiones en el sentido de la pequeñez de lo que se discute, pero claro, "pequeñez" es también un término relativo que depende del tamaño de la burbuja en la que vives. Para mí, loco sin apegos, es más importante mi lucha frente a la desigualdad social y la respuesta al cambio climático, que los cien metros cuadrados de herencia.
Vivir fuera de la familia no solo hace que uno vuelva a casa con más cariño: permite ver los errores que se han cometido, para evitar repetirlos. Es una forma de distanciamiento que permite romper paradigmas. Es claro que los humanos tendemos a copiar –no por herencia genética, sino social– ciertos comportamientos de nuestros familiares, porque simplemente están ahí y a fuerza de verlos todos los días, terminamos por repetirlos... así que salirse de su esfera social contribuye a hacerlos de lado, verlos de frente y querer cambiarlos. Yo por eso decidí partir: para verme de lejos y llevar nuevos pensamientos a quienes quiero. Aunque no siempre sean bienvenidos.
Así, mientras volvía a casa disfrutando del paisaje y reflexionando sobre el espíritu de familia, me decía que siempre es un gusto saludar con un fuerte abrazo a quienes quiero, y que lucharé por seguirlo haciendo. También pensaba en la pequeñez de nuestros pensamientos y problemas, así como en la centralidad de la amistad y la comprensión... y, por supuesto, en el sentido de la vida y de lo mucho que importa contar con grandes amigos y familia.
No te acabes espíritu de familia, solo deja respirar a los que quieres.
Vientos compadre, me hiciste vibrar. Gracias
ResponderBorrarGracias, mi Daniel. Abrazote, carnal. Chingón ser parte de la familia extendida en Cancún!
Borrar" LA VIDA ES UN JUEGO QUE SE ACABA".....Toda una vida, chamaquito, buena reflexiva, como dijo apenas la semana pasada al despertar regulartmente con esa chispa , cuando el alba y su reloj le dictan esa formula que es casi seguro le a permitido llegar a cachichen, donde el termino depre, parece que no estuvo nunca en su vocabulario, el Gran don Luis, saludos, seguimos con interés tus debrayes con ese estilin ya característico,
ResponderBorrarAsí es... Don Luis no conoció la depre. Es un buen punto. Tal vez la vida le está haciendo vivirla un poquito. Dicen que todos tenemos que vivir un poco de todo, para no ser siempre los mismos. Abrazo!
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