Pero un buen día me encontré una isla. Con cocos y palmeras; musas y langostas. Era como el sueño del pirata abandonado por el capitán de pata de palo y parche en el ojo. Mejor solo que fregando la cubierta mientras recibes patadas en el culo. Las musas abrían los cocos con las manos y una pequeña cuchilla. Parecían muy diestras en el arte de recibir náufragos. Me faltaba un poco de ron, pero lo encontré en un barril que seguramente había logrado tirar por la borda filibustero abandonado. Como Jim el del cáñamo, el que se olvidó amarrar el cañón antes de la batalla y luego tuvo que rescatarlo para evitar que el barco se volteara. Inolvidable escena: el capitán le entrega una medalla por su honor y arriesgar su vida para detener el cañón. Todos le rinden pleitesía y al finalizar la ceremonia se instala la corte marcial: Jim es enjuiciado por no haber amarrado el cañón y haber puesto a la tripulación en peligro. La única decisión, la del capitán, es ineludible: debe ser fusilado. Por el honor de la tripulación. Sublime, Umberto Eco.
El otro había muerto, pero había dejado un barril, y eso merecía el perdón de todos los ex-convictos. Ron para todos. O para todo, o para uno solo. En esta isla nunca se cruzaron dos náufragos, solo sus historias y sus musas.
Pero decía que perdí la brújula. Y el astrolabio y el mapa. La isla me lo daba todo, excepto mujeres. Las musas iban y venían, pero eran etéreas, y mudas, y olvidadizas. Eran las mejores: como las de Ulises, te hacían olvidar tu patria (y tus designios y tu búsqueda) y te tomaban en sus brazos mientras respirabas ese aroma dulzón que las caracteriza. Te volvías lotófago. Tuve que huir.
Divago. No sé de qué isla hablo. A mi lado está mi esposa -mi ex esposa-. Mi mira con sorna. No entiende nada de lotófagos, no sabe quién es Ulises. Claro, si de lo único que entendía era de billeteras llenas y billeteras vacías. Por eso decidió partir, cuando terminó de deshojar la margarita y se dio cuenta que no me quedaban pétalos de ningún color. Seguro me mira así porque está esperando el momento de despojarme de lo único que me queda: el reloj del abuelo. No pasará. Mi cabeza revienta, no puedo mantener los ojos abiertos. Me duelen los recuerdos. Me duele el dolor de la gente y mi imposibilidad para remediarlo.
Siempre traté de ayudar. Como ese día que me topé en la Patagonia con el francés. Viejo sesentón. Loco. Viajando solo por la ruta cuarenta. Ni siquiera hablaba español y únicamente sabía putear: me pidió que dijera a la dueña que su cordero estaba más duro que la suela de un zapato. Pobre diablo. ¿Dónde iba a conseguir algo más de comida? Si era la única estancia en 200 kilómetros a la redonda. La pagamos todos. La vieja del restaurante nos retiró el alimento en silencio. Y luego el habla. Enseguida cerró la cocina y nos dejó a todos mudos. Desde la cocina, asomó la cabeza para decir que no había más servicio y que el francés se podría ir derecho a hacer tomar por el... apoyó el brazo derecho sobre el bíceps izquierdo mientras doblaba el codo y cerraba el puño. ¡Tomá, anciano de mierda! Luego cerró la ventana y no supimos si cagarnos de risa, castigar al energúmeno francés o callar y partir. ¿Pero a dónde iríamos? La mañana siguiente el percudido auto blanco del viejo râleur no estaba más y la patrona irradiaba felicidad (lo encontraron volteado 50 kilómetros adelante, el día que fundió la nieve). Hasta nos dio una doble ración de dulce de leche y a mí, cuando me la puso con la cuchara de palo, me musitó que no volviera a tratar de traducir a un hijo de puta como ése: Tu auto también podría voltearse Pibe. Y tú con él. Me sonrió y agregó todavía un poco más.
...
Hace horas que estoy despierto. No consigo saber quién soy. La chica de blanco dice que soy mexicano, que hablo español, mais moi, je n'y comprends rien. Je ne sais plus de quoi je parle. La seule chose que je sais, c'est qu'ils veulent me faire passer pour un fou et voler mes sous. Me drogan, me medican, me dicen que me calme. No veo nada, no escucho y de pronto es como si la luz entrara por todos mis poros y las hendiduras de mi cara. Algo me ilumina, me golpea, me electriza. Sonríen, dicen que me tienen de regreso... Me duele el pecho, ignoro a dónde fui, pero algo tengo claro: tengo que volver a mi isla, donde está el mejor ron. ¿O será demasiado tarde?
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