Primero abrí el editor de mi blog con la idea de hacer una reseña de un libro, pero comencé por revisar las estadísticas y luego pensé que querría escribir acerca de la tristeza del mundo que veo. Pero no me dieron los ánimos, así que continué viendo las estadísticas. Me enteré que tengo más de cien mil vistas, que el último comentario a un post fue en 2013 (así llegaron las redes sociales, a desbancar la comunicación bloguera), y que uno de los relatos más leídos es un cuento que hice de Yagul, hace no mucho. Eso me dio un toque de ánimo.
Quería escribir acerca de "El mejor relato del mundo y otros no menos buenos", de Rudyard Kipling, pero no me da el corazón: traigo atravesadas las redes sociales. Todas. Me interesaba decir que este libro, aunque largo y difícil de leer, me encantó: Kipling hace una descripción pormenorizada de la vida de las colonias británicas en el siglo XIX. Se habla de la India, pero también de Inglaterra. El último cuento "El pueblo que votó que la tierra era llana" relata cómo un magistrado abusivo se organiza con el policía del pueblo para poner multas a los paseantes y después recibe un castigo de los inculpados, que son personas con poder en el teatro, en los periódicos.... tanto que le inventan un asunto para ridiculizarlo.
Y me volví a poner triste, porque pensé de nuevo en las redes sociales, que tejen verdades y mentiras sin miedo, sin vergüenza, sin parar. Me entristeció más saber que de a poco pierdo a mis amigos en discusiones que incluyen palabras de odio, que no tienen más ánimo que autodestruirnos para hacer imperar nuestra verdad. Esta mañana me di cuenta que desafortunadamente esos debates no son fraternos, sino que representan claramente la exacerbación de los ánimos, el crecimiento de la desigualdad y sí, la lucha de clases que emerge de nuevo. Los oprimidos frente a los opresores y por supuesto, los opresores que no lo son, pero quisieran serlo y únicamente repiten sin darse cuenta que se sabotean a sí mismos. Por supuesto, también están los oprimidos que no lo están, pero que quieren defender a los que sí sufren. Yo soy de esos.
Recordé que ese libro de Kipling fue un regalo de cumpleaños en una etapa particularmente dura: septiembre 2018, con una durísima investigación a cuestas y un equipo siempre al borde de la masacre. Tal vez por eso me tomó tanto tiempo leerlo. O no: tal vez me tomó tanto tiempo leerlo porque últimamente no me he dado tiempo de ser yo mismo. Anegado en la vida independiente y con las velas destartaladas, cualquier ventarrón me suena a tormenta.
Así que opté por dejar correr las ideas. Pensé de nuevo en las redes cáusticas, en las redes lapidarias: comentas algo con tendencia a la izquierda y brincan a la derecha; opinas algo a la derecha y te acusan de fascista. Hoy todos somos expertos en lapidar. No importa si el tema es el feminismo, la vida después de la muerte, la utilidad de un gato en casa, Culiacán o el asilo político: todos sabemos de todo, todos tenemos la razón y por supuesto, los demás están mal.
Antes había blogs y las personas se atrevían a hacer comentarios de 200 palabras. Podían responder a tu texto en su propio blog y eso generaba una correspondencia epistolar digital. Hoy un tuit mata a otro tuit, un comentario en Facebook destroza tu perfil laboral y los grupos de WhatsApp se llenan de agresiones. Es un tête a tête virtual, ignorante, anónimo, que goza de la ventaja del seudónimo, de la distancia o de la supuesta horizontalidad entre ciudadanos y artistas; ciudadanos y gobernantes. Es una lucha tuit a tuit –por no decir vocablo a vocablo– entre personas que creen saberlo todo porque leyeron un texto de 500 palabras y les dijo una verdad.
Hoy somos dueños de las verdades más cortas del mundo.
En esta época que deberíamos sentirnos más plenos por la posibilidad de acceso a información: bibliotecas virtuales, diarios de todo el mundo, películas y acervos visuales del planeta entero, estamos alimentados por "Timelines" o "líneas de tiempo" que vomitan (y repiten) una y otra vez textos cortos, videos breves, imágenes soeces (pero bien selectas) sobre verdades a medias que tomamos como hechos consumados y leídos con erudición doctoral. Y todo porque las redes no nos permiten ni siquiera reflexionar: la caza de retuits, likes, favs, replies urge para alimentar al monstruo devorador de Dopamina. No se trata de leer, de profundizar, de comprender, o reflexionar... sino de darle al cerebro algo que le gane reconocimiento social y satisfacción rápida.
Que mal. Como si se convirtiera en dinero o en un alimento nutritivo.
La dopamina nos hace perder amigos a cambio de likes; nos hace más tontos y no más sabios. Nos está llevando a la sombra de lo urgente frente a lo importante. Nos hace (o nos permite) falsear la información, subir imágenes truqueadas, modificadas, que solo exacerban los ánimos de los demás. "Usted perdone, la foto era falsa y me la creí", lo siento por los 1500 mensajes de odio que generó (y se ríe internamente con todo el sarcasmo).
Hace unos meses dejé de escuchar Rock 101 porque un tal Oliveros (¿Ontiveros?) me pendejeó; hace dos meses un "amigo" de la universidad me sugirió "que tuviese tantita madre"... y así, las groserías y ataques se vuelven un tema común. Redes sin regulación, redes a la merced del asesino. Cada vez que pienso en esto, regresa a mi mente La lotería de Babilonia, el excelente texto de Borges: el día que la gente, aburrida de su monotonía de ganar premios, comenzó a buscar formas de destruirse ganando castigos. Lo mismo que en la Roma decadente: pan y circo.
¿Cuánto más estaremos dispuestos a soportar? Yo, no mucho.
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