26.1.20

[Cuentos] Don Rey León


Don Rey León 
(Cuento para niños no tan niños)

Ésta es la historia de un león del zoológico que vivía en su jaula, majestuosa y elegante. Tenía un gran terreno con una pequeña laguna artificial en la que podía bañarse cada vez que le placía. Sus lacayos venían una vez al mes a cambiarle el agua, a limpiarla de suciedad y del lodo que pudiera haberse colado en alguna lluvia pasajera...

Su casa era de madera, con pisos de cemento, muy bien iluminada y ventanas en lugar de barrotes. Tenía incluso un vitral desde el que podía ver a los muchos humanos que le llevaban a venerarlo. Algunos eran pequeños, otros barbudos, había mujeres altas y bajas, de pechos grandes y pequeños, señores septuagenarios empujando carriolas y jóvenes parejas con globos de corazón en una mano y bolsas de maníes en la otra, para sus vecinos, los monos. 


Don Rey León solo tenía que rugir de vez en cuando y el mundo volteaba a mirarlo absorto y entusiasmado; él se sentía feliz de saberse querido y que cualquier gesto que hiciese le sería aplaudido. Incluso cuando se echaba, la gente lo veía con emoción, esperando que moviera la cola para hacerle fotos.  En su casa tenía también unos troncos a los que podía subir para divertirse y hacerle al mono.  Trabajaba –por si no fuera ya mucha su fortuna– solo de martes a domingo, pues los lunes el zoológico cerraba y él podía reposar tranquilo en casa, comer donde fuera, relamerse el mostachón viendo una gacela de buenas piernas y hasta tirarse unos peditos por ahí, en todo confort. 

Tenía hasta dos leonas y con ellas cuatro leoncitos, con los que jugaba de vez en vez, cosa que le generaba suspiros y gritos enamorados de sus seguidores. ¡Tenía hasta su micrositio en la web del zoo y una cuenta en Facebook que le había hecho una admiradora! Sus fieles trabajadores le llevaban todos los días cinco kilos de buena carne y de la depositaban por acá y por allá en el terreno. Él, feliz, se paseaba por sus dominios y como quien administra sus bienes, tomaba un trozo de carne, dejaba el hueso en aquel lado y recogía otro pedazo para llevárselo a uno de sus críos y jugar con él... Era, claramente, ¡una vida de Rey!

Un día, a uno de sus lacayos se le ocurrió que para hacerlo más feliz le deberían rendir tributo los lunes (cuando nadie viera, porque los conservacionistas podrían ponerse verdes de coraje) y llevarle presas vivas para que él mismo pudiera servirse y cazarlas. El lacayo-veterinario sugirió alguna gacela o al menos una liebre, de las que abundaban. Eso seguro le "mantendría más divertido", insistió el personaje mencionado. 

Y sucede que después de varias deliberaciones entre el equipo del zoológico, se decidió que el lunes siguiente le dejarían una liebre en la jaula-mansión. Nadie dudaba que la vida del león era ya de por sí feliz viviendo como vivía, pero los nutriólogos insistieron que era una buena idea, y a nadie se le ocurrió preguntarle al psicólogo del área lo que eso podría significar para Don Rey León. 

Pero así fue: al final, como todo lo que tiene que suceder, llegó el lunes. Los lacayos llamaron al león desde uno de los extremos de la jaula y le mostraron a la liebre. Ésta, toda asustada, temblaba ante la perspectiva de terminar como bocado de rey. Él, por su parte, levantó las orejas, abrió bien los ojos y olisqueó el ambiente. No sabía muy bien qué hacer, pero en cuanto soltaron a la liebre corrió y corrió tras ella durante minutos, tantito por curiosidad, tantito de emoción y otro poco por hambre. En un momento, y tras un poco de circo, el león se abalanzó y cayó sobre la liebre que no pudo hacer más... 

Desde ese día, Don Rey León dejó de gustar de los alimentos procesados; estaba de mal humor, sentía que la vida valía poco y que no servía de nada ser el rey de su castillo si no podía comer presas vivas. Algo le había cambiado el apetito y encendido sus ganas de viajar a la jaula de las gacelas, a la de las cebras e incluso a la de las jirafas, que tenía cerca y no dejaba de mirar con ansias. Soñaba con correr detrás de las hienas, jugar con sus críos en otras jaulas y enseñarles a cazar algo más que conejos.

Cuando le llevaban su ración de carne diaria la ignoraba y se volvía, violento contra sus lacayos, como rugiéndoles "¡Ustedes no me comprenden! No entienden nada: yo quiero carne fresca, aunque sea de conejito!" Después de un par de días se llamó al psicólogo encargado y éste diagnosticó "depresión maniático-psicótica".

–Si no le dan algunos calmantes –dijo el psicólogo animal– los agrederá, sufrirá un cuadro grave de desnutrición, requerirá una reubicación en otro zoológico o incluso una liberación en el Serengueti, lo que requeriría de un proceso complejo de rehabilitación con costo al erario.

Ante esta situación se citó a una reunión de urgencia del Concejo Zoológico y ahí, después de la fuerte reprimenda al veterinario creador de la propuesta –que incluyó una sanción administrativa y la amenaza de baja del Sistema Nacional Zoológico– se decidió suministrarle "droga de la felicidad" (comúnmente llamada Prozac) para tranquilizar a Don Rey León y hacerle olvidar su sed de salvajismo y violencia animal. Después de varias dosis se tranquilizó, dejó de pedir conejo y volvió a la carne de antes. 

–Como siempre debió ser– dijo el director del zoológico en una de las reuniones posteriores.  

Hoy es Don Rey León ya solo es conocido como "Don León", y es un viejito artrítico y chimuelo, eso sí, rey de su castillo, feliz con sus dos leonas y tres nietos leoncitos.  

El veterinario, en cambio, renunció (o fue "renunciado", eso nunca lo sabremos) y hoy es guardaparques en un sitio muy alejado de la ciudad donde sucedió esta historia. 

Y colorín colorado... 

Oaxaca, Enero de 2020. 

Nota: este cuento es la segunda parte de una reflexión sarcástica sobre la depresión, que puedes leer aquí

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