22.3.21

[Reflexiones] Modos de ordenar una biblioteca


Hoy voy a escribir por gusto. No porque otras veces lo haga con desánimo, pero últimamente solo escribo por temas laborales: reseñas, presentaciones, planes de trabajo, conceptos, proyectos, solicitudes de apoyo, posts en el blog, reportajes de 6 sentidos... ¡Uf! Es una tarea interminable que disfruto, pero nada como esta hoja blanca, la de mi blog del Andaryego que, créanlo o no, ya llega a sus 15 primaveras. 
Se dicen fácil, ¿no?

Pero no quiero reivindicar el aniversario. Voy a contarles de algo más bonito: mi pasión por los libros y la diversión –sin duda efímera, nerd y nulamente sexual, deportiva o grupal– que tuve entre sábado y domingo, reordenando los libros de mi biblioteca. 

¿Totalmente intrascendente? Sí, por completo. Hasta merece el adverbio de la totalidad. Fue como cuando las abuelas abren sus cajones y vuelven a poner en orden sus bufandas y mascadas, o como cuando la viuda nostálgica abre el cajón de los recuerdos y revive sus viejos tiempos oliendo cartas perfumadas o admirando fotos del pasado irremediablemente perdido. 

A veces las intrascendencias son lindas, y hasta la vas a leer.

Hace más de un mes, la dueña de la casa que rento decidió pintarla y remodelar. Por semanas tuvimos una capa de polvo en los muebles, pero eso fue, al mismo tiempo, una gran oportunidad para acercarme de regreso a mis libros que, junto con unos cuantos CD's, son lo que verdaderamente aquilato de la vida. 

Está bien, mi moto también, pero hoy no. Volvamos. 

Antes de la sacudida se ordenaban más o menos así: biografías, cuentos, literatura latinoamericana, sociología-antropología-temas-del-doctorado, libros de la universidad, textos nuevos (más bien, revoltijo de textos nuevos que no sabes dónde colocar), textos de cursos de idiomas, y guías de viaje. Pero había algo que no me gustaba, era tiempo de pensar otro orden. 

Pensé en Umberto Eco, que dice que relaciones hay, solo es cuestión de encontrarlas, y que todo orden, por inconexo que parezca puede explicarse "como una sombrilla, un cráneo, una libreta y un sombrero toman sentido cuando explicamos que es la mesa de un taxidermista".  De pronto me dije que podría ponerlos, efectivamente, por actividad: clases, entretenimiento, estudio, viajes, diseño, congresos, etc. Sería una visión totalmente académica. Hasta podría poner títulos en los estantes, como en una librería.

Luego pensé también el Latour, que dice que cualquier investigador, por más que intente evitarlo, terminará cayendo en las redes de la estructura y querrá encontrarles un orden específico porque el desorden no permite encontrar nada (seguro nunca comprendió la naturaleza adolescente), así que pensé que también podría ponerlos, por ejemplo, por colores: amarillos, rojos, azules, grises, verdes en todas sus tonalidades. Me gustó la idea: sería como la casa de un nuevo rico, donde los libros no son objetos de estudio, sino del deseo y de la estética: 


"–Ya vuelvo, mi amor, voy a comprar 5 libros rojos, dos naranjas y tres azules, porque necesitamos algo que poner en el nuevo librero que compré junto al comedor".

"–Mi vida, tenemos que comprar más libros negros, porque el sol ya se comió los lomos de los que teníamos en el estante junto a la terraza". 

Pero había un problema: mi casa solo es roja con blanco y amarillo. Además de que no sabría qué hacer con los libros bicolores, o peor aún, con los de Orsai, que tienen el lomo en tonos arcoíris. 

También se me ocurrió que podría ponerlos por tamaño: "los de más de treinta centímetros de alto, de este lado, porque así ocupan mejor el espacio, y se ven perfectos". Mafalda, los comics de Asterix y el de Juan Giménez (RIP, 2020) estarían siempre a la vista y poco a poco se irían empequeñeciendo –no por importancia histórica o teórica– por dimensión física. Triste historia para el libro rojo de Mao, que me trajo el buen amigo Miguel: quedaría relegado al rincón más infame e incluso podría quedar junto a la versión miniaturizada del corán.

Se me ocurre ahora que podría también haberlos ordenado por la forma de adquisición: los que compré seguramente ocuparían el espacio mayor, los donados serían después, pero qué pena, tendría que separar los que me he robado o no he devuelto. Sería muy fácil que llegaran sus propietarios un día y me acusaran o retirasen algunos de los más preciados... hijos del hurto y del olvido. Ya me imagino a mi padre, exigiendo la devolución de los Tristes Trópicos, o L'homme Nu, o a mi hermana exigiéndome el de Bourdieu o el de García Canclini. 

No, demasiada evidencia, aunque tendría un lado maravilloso:

"-Éste de Mafalda lo compré en Buenos Aires, cuando me fui en la moto y lo vine cargando desde allá, ¿Los Siete Pilares de la Sabiduría de T.E. Lawrence? Uy: lo compré en Panamá, luego lo puse en el correo en Perú, se lo mandé al abuelo y cuando lo recuperé, se lo presté a Guadalupe y un día lo vimos en su biblioteca, así que lo traje a Oaxaca. Pero también me pidió que le devolviera el que me prestó de Vargas Llosa que sigue aquí en calidad de préstamo."

Cada libro tendría su propia historia de viaje, más allá de la de su contenido. Sería genial. Eso lo debería intentar en otra pintada de casa o en una mudanza.

Después de pensar y pensar tuve un pequeño Eureka. Seguro fue algo de mi subconsciente con la enorme biblioteca del Nombre de la Rosa: decidí ponerlos por país de origen del autor y en orden alfabético de nación. Y fue una locura, porque descubrí de dónde venían mis influencias: no los he contado aún, pero América Latina ocupa un buen estante y además refleja los sitios donde he vivido. Argentina tiene teóricos, caricaturas, guías de viaje y por supuesto a Borges, Quiroga, el Eternauta, Ocampo, Mansilla y hasta Posse. Podrían hacer un debate o un simposio interno. Un Toy Story de los libros. 

Brasil (Guimaraes Rosa), Colombia (El Gabo), Cuba (Carpentier, Padura, Abilio), Guyana (El Rupununi), Jamaica (Stuart Hall)  y Nicaragua están presentes. Perú se lleva una buena parte, casi como Argentina (tres años en esta última y cuatro en la primera, lo evidencian). En mi querido Perú están Mariátegui, Ribero y Scorza, pero también Vargas Llosa, el Valle del Colca, Arguedas y las cuestiones de conservación de la maestría. Más adelante están Uruguay y Venezuela.


Lindo, ¿no? Y pensar que en cada mudanza he dejado buenos textos. Hoy podrían tener su lugar ahí.

Pero no hagamos nostalgia y avancemos: Del otro lado del librero –aunque debería decir del océano– está Asia: Mao, Sun Tsu, Taiko (el hombre cara de mono), El elogio de la sombra (Tanizaki), pero también Murakami o la biografía de Hirohito y la creación del Japón moderno. También está Kipling, que nació en Bombay, y un libro de Lonely Planet de La India, justo al lado del ajedrez que compré en ese fugaz viaje por la mágica tierra de Gandhi. Está, más adelante, Morris West, un australiano novelista que acompaña a Michael C. Hall, especialista del turismo y a Phillimore y Goodson, dos escritoras neozelandesas del turismo también. Y entre Asia y Europa, están Nabokov y Conrad, ruso y ucraniano.


Europa ocupa tal vez el 40% del pensamiento de mi biblioteca: en Alemania, Weber, Suskind y Nietzsche comparten espacio con la GIZ; Austria tiene a Adolf, pero también a uno de los mejores libros de montañismo que he leído... y luego vienen los belgas con Tintin, los Pitufos, etc. Es una historia de geografías, bastante comprensible cuando se le pone en el contexto. De Francia, ni hablar: Latour, Lévi-Strauss, Stendhal, Asterix,  Saint Exupéry, cursos. No cabe duda que es una segunda patria. España es corta, e Inglaterra tiene a unos grandes pensadores: Hobsbawm, Harvey, Urry, Mason, Orwell, Chatwin. Por supuesto, desde Italia, Eco –el gran Umberto– nos mira con unos siete u ocho volúmenes. 



No haré el recuento más largo. Lo único que quería es mostrar que todos los modos de ordenar cuentan algo. El espacio que ocupan los Estados Unidos, por ejemplo, es impresionante en su diversidad: de mi primera época estudiantil, Kissinger o Kotler y una sarta de neoliberales de la mercadotecnia; de mi juventud lectora, Harold Robbins o Henry Miller y Ray Bradbury. Del turismo, Martha Honey; más recientes, los clásicos Melville, Faulkner, Hemingway y Steinbeck. 

Por supuesto, me falta México, donde el surtido es amplio y contiene a Elenita, Esquivel, el Santos, los Gachos, Fernando del Paso, Samperio, Spota, Fuentes, Jordán (cronista de la Baja California) y así... 


He de confesar que el único problema estuvo en las pugnas territoriales del pasado: ¿dónde poner a la antología de la Literatura Medieval, o al Cuento Hispanoamericano? Por suerte no tengo a Bismarck. Kundera también pudo ser un problema, pero acá terminó por ser checo. Los eslovacos se quedaron con un estante vacío. 

Nada, que terminé de decir lo que quería, de contar cómo acomodar algo. 

Mi biblioteca virtual, ésa, es más sencilla: aplicas unos filtros y pones los títulos en orden alfabético, o por materia; también puedes hallar la forma de ponerlos por países, supongo, pero no, no tengo interés en ordenar lo virtual. Por esta vez me dediqué a lo que que ve, se toca, se olfatea y se disfruta, aún a riesgo de morir envenenado, como casi le pasa al gran William de Baskerville. 

Y tú, ¿cómo tienes ordenada tu biblioteca?

4 comentarios:

  1. Maravilloso texto en verdad, me hizo querer visitar todos los lugares a los cuales hace referencia y sobre todo contar con una biblioteca como la suya :) aah y felicidades por las 15 primaveras.

    Saludos.

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    1. ¡¡Gracias por el comentario!! Los libros también son una posibilidad de viaje... es una biblioteca pequeña, pero muy querida y trabajada a pulso. Gracias por la felicitación!

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  2. Felicidades por tus 15 años, aunque se que tienes mas! Interezante el recorrido por tu biblioteca personal, yo la conocí algún día en tu departamento hace muchos ayeres y ya era interezante desde entonces y formaba parte de tu esencia, saludos amigo..

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    1. Gracias por la felicitación! Necesito pistas para saber qué departamento conociste.... pero en efecto, es parte de la esencia, sin lugar a dudas. El baúl aún está lleno de libros.

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