30.1.22

[Historias sin categoría]. Semilla de viento / Biidxi ca bii

Biidxi ca bii* 
(Semilla de viento)

Te escribo desde un rincón. 

Guarda, que dije “un”, y no “El”. Esta casa olvidada tiene muchos. El abandono y la soledad hacen cada día más: en cada vuelta que doy encuentro otro, y otro. Jamás pensé que hubiese tantos recovecos acá. Seguro estaban, pero nunca los vi. Eran rincones que se ocultaban al ojo estructurado. Hoy, que lo perdí todo, los veo, los huelo, los siento…

La soledad te hace sensible. Ves más, oyes más: observas, escuchas. No haces todo al vuelo, como siempre, como el día que corrías detrás de alguien. El tiempo se elonga, el sol gira más lento, las hojas del árbol se mueven tan parsimoniosamente que ves los reflejos del sol en ellas. Las aves despliegan sus alas y las cierran descendiendo unos centímetros para luego planear y levantar de nuevo. ¿Eso pasaba antes? ¿Cómo es que nunca lo viste? Bendita soledad.

¿Recuerdas el sueño de anoche? Caminabas descalza por el pasto, sentías cómo sus imperfecciones arañaban tu piel. Sentiste la humedad en las plantas y el calor cuando saliste de la sombra. El malestar de tu pie izquierdo, jamás rehabilitado por completo, te dificultaba caminar. Lo hacías despacio, sin mirar abajo, pero cuidando no pisar fuera de la plancha verde. Despertaste con los pies fuera de las sábanas, en medio de la noche, helados, sin que nadie se preocupara. Soledad y magia. Volviste a dormir. 

Yo también me despierto a la mitad de la noche. A veces sudando, otras riendo. En ocasiones recupero el sueño y vuelvo a Oniria, otras no. Me quedo escuchando la noche. Aullidos, ruidos extraños, fiestas en la lejanía, campanas que tañen, festejando a otro de los cientos de patronos. Hace poco desperté llorando. Fue tan clara mi muerte que entre espasmos de vela y ensueño me toqué los costados y sentí la sangre fluir. Sentí caliente, rocé la mano de la muerte y luego me sorprendí. Los sentidos nos engañan cuando dormimos, diseñan su propio camino, hacen sus verdades. 

La magia viene cuando estamos despiertos. Cuando se juntan la soledad y la observación. Regresamos a ser los animales que nunca dejamos de ser. Como el gato que te mira desde lo alto de la pared, como el ave que te analiza desde la copa del árbol; como el perro, que estático, pero con los ojos abiertos, no pierde detalle de tus movimientos. Alguien te observa, siempre. Aunque no lo sientas. 

La observación. La misma desde hace milenios: el hombre que miraba, embrujado, la flama; la mujer que, sentada frente al mar, trataba de comprender la dinámica de las olas; Copérnico en su observatorio, tratando de entender cómo se movían la tierra y el sol, la luna, los satélites de Saturno, los otros planetas… el universo. 

La observación no es humana. La observación es animal: un día, un homínido miró una planta. Y se fijó tanto en ella que notó que cambiaba con el clima, que un día era dulce y una noche amarga, que la luna le cambiaba el sabor y la humedad. La observó crecer con el estómago saciado y decidió dejarla. Pronto notó que surgían flores de ella, que a las flores se acercaban las abejas y los colibríes… y luego vio sus colores fenecer, pero a las flores cambiar: dejaron esos amarillos y púrpuras para crecer algodones. Y esos algodones comenzaron a volar con el viento. ¿Qué eran?

Lunas después aparecieron pequeñas plantas alrededor. Similares –demasiado– a la planta que días atrás feneció, seca, deshidratada, agotada. Le pareció que eran su traza, que las había heredado y puesto en tierra. ¿Cómo? Y observó. 

Observó que otra planta hacía el mismo proceso y decidió mirar de cerca. Se encontró que mientras las flores de colores llamaban a las abejas, los algodones se desintegraban con el viento, que flotaban en el aire y a veces caían cerca, pero en otras ocasiones volaban, se perdían en el horizonte, el viento las portaba, como a las aves que antes había visto luchar contra las corrientes. Tomó una entre sus manos. 

La miró. Era pequeña, diminuta, tenía plumas, como las de las aves. “Plumas para volar”, se dijo. “Esta planta vuela en fragmentos, se mueve. ¿A dónde irá? ¿Qué querrá”. Y trató de seguir su vuelo, y pensó que eran sus hijas, trozos de ellas. Tomó una, dos… se dio cuenta que los algodones surgían por decenas. Eran más de los que sus dedos podían abarcar. Agazapado sobre la planta descubrió que los algodones eran incontables. “¿A dónde irán?” se preguntó de nuevo, mientras los ponía en el suelo y hundía con su yema. 

Curioso, decidió esperar. Pero la espera fue larga, así que prefirió partir y llevar con él esas hijas e hijos de planta. Se fue, nómade como siempre, en busca de presas, de plantas, de ríos, de otros homínidos, de sombras, de refugios. Siguió al viento, siguió a la luna, al sol, a las nubes… y sin pensarlo volvió. Regresó al sitio en que había dejado esas minucias en la tierra. Asombrado notó que nuevas plantas habían crecido. Retomó el camino andado; ahí también había plantas. 

Y sucedieron dos cosas: el homínido entendió que podía poner esas pequeñeces en el suelo, sembrarlas. Las llamó semillas. La segunda acción fue que aprendió a quitarles las alas y usarlas para su propósito: guardarlas, ponerlas en su camino, intercambiarlas con otros… y nació la vida sedentaria. 

Pero la observación no cambió. El homínido-humano siempre comprendió, como lo hacen los otros animales, que mirar simplemente no sirve. Se requiere hacerlo con ritmo, con frecuencia, con repeticiones, con la práctica, una y otra vez, hasta entender lo que sucede, dominar (o al menos creer que se domina) el fenómeno. El mismo proceso de observación es el que hoy vemos en la investigación, en la ciencia. Seguimos siendo homínidos que observan… y si no me crees, enciende una fogata.

Increíble, ¿no? Lustros, siglos, milenios después, seguimos siendo los mismos animales, tal vez un poco más erguidos, pero no más seguros, ni más certeros. Simplemente animales (con el perdón de aquellos, que sí observan con mayor interés y atención) que, llamados a potenciar las oportunidades del planeta, nos ejercitamos en destrozarlo, olvidando que el potencial de una planta y sus incontables semillas nos podría hacer más libres.

A cambio, decidimos cortar las alas a las semillas de viento y de paso, coartarnos la habilidad, nosotros mismos, para entender a la realidad.

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* Gracias a Karina Tenbaum por su traducción del título de este texto que quiso llamarse “semilla que vuela” y gracias al zapoteco se convirtió en algo más poético. Gracias a Dulce, que me dio dos traducciones más: variante del valle con "Binii bi suuh" y "Bin lau beé" [estos últimos, mi fonética] en variante del Istmo.

* Gracias también a Pablo, y al equipo de Tierra del Sol por ayudarme a comprender un pedacito de la ignota realidad. Aquí abajo, el origen del texto: la recolección de semillas de lechuga. 


Las flores y semillas, recién cortadas de la planta

Las semillas, en sus flores. Al fondo, la planta de la lechuga que se dejó para "ir a semilla"


Detalle de la magia y organización de la naturaleza: cada semilla tiene su "pluma" para volar. Son semillas de viento, sin duda. 


Ésa es la causante de toda la magia: una diminuta semilla que en su pequeñez lleva la grandeza de lo que es. 






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