31.5.22

[Cuentos] La ola y la arena


La Ola y la arena

Cuando le toqué el pie izquierdo no pude dejar de sentir esos minúsculos granos de arena pegados a la planta, como rebabas de color en una pared perfectamente lisa, o como la superficie de un vitral, con mínimas imperfecciones. Confieso que me agitaron, pero yo no estaba ahí por eso. Se quejaba amargamente y me miraba con angustia: "¡Ayúdame!" parecía decir.

Intentaba estirar la pierna, aunque algo le obligaba a retraerla. ¿El nervio, un calambre, la quemazón de una aguamala o una astilla de metal? Entre asustada y solícita, rogaba por ayuda. Coincidencia fortuita, que ambos nos encontrásemos ahí a las seis de la mañana, en pleno amanecer, justo al lado del banderín de "¡Peligro!" y el de "Mantarrayas", que colgaban de un poste de madera clavado en la playa, a unos pasos de un mar que, inagotable, deambulaba errático frente a nosotros: Should I stay or should I go?

La noche había sido olvidable pero movida. Medio recuerdo mi borrachera solitaria en ese bar infame. "Dame un Gin Tonic", le dije al barman al sentarme y él, hastiado de servir el mismo trago una y otra vez la misma noche, armó el primero del 2x1. Repitió el mecánico proceso por enésima vez: un chingo de hielo en un vaso medianamente lavado, aún húmedo y sacado del escurridor repleto de vasos medio sucios, medio pegajosos, una cáscara de limón recortada tan finamente como el cuchillo sin filo le permitía, un leve twist con la mano todavía llena de sal de la última michelada servida, y dos onzas de ginebra.

"–Beefeater, ¿seguro?" Casi sentí que entre las dos palabras acomodaba un paréntesis silencioso que venía de su pensamiento: [¿Sí sabes en qué clase de bar estás y que acá todo es adulterado, no?]. "–Sí", respondí, sin saber muy bien qué decía. A esta hora, con poco dinero en la bolsa y en ese estado de semi sobriedad borracha, lo de menos era el contenido –o el continente–. Importaba, si acaso, pedir algo con un nombre que aún recordara y que no fuese a darme una resaca más dura que la que –de hecho– sabía que tendría en unas horas. Era un engaño mutuo y válido: noche, no te acabes ni me mates. Aun.

Agregó el agua tónica y me lo dio. Ni siquiera sé cuánto pagué, solo recuerdo estar acodado a la barra cuando ella llegó. Un vestido negro entallado, apenas arriba de la rodilla. No guapa, no fea; ni triste o contenta. Sí cansada, y con el gafete de la empresa colgado al cuello. En cuanto se vio en el espejo lo notó y se lo quitó, seguro con más miedo de ser denunciada que por el imprudente que viera su nombre, o lo usara de pretexto para mirarle el pecho. Discretamente arregló su pelo, metió el gafete en un backpack gris y tras voltear a los lados, como tratando de entender el lugar, pidió: "Un Gin Tonic, por favor. Bien pesado." El aburrido barman pudo haber llorado de tristeza, pero se limitó a servir sin ofrecer su fallida creación de cóctel de mezcal.

Tainted Love siempre fue mi canción de la suerte. Me recuerda aquel viaje a Canadá en el que de pronto, a media fiesta, dos actrices que llevan hábitos casi monásticos –horas antes eran hermanas en Yerma, oscura historia de un pueblo perdido del sur español de García Lorca– deciden bailar desinhibidamente con Soft Cell y quedarse en calzón y brasier ante nuestro deleite visual. Esa noche conquisté el cielo, y escucharla es siempre una especie de instrucción de ataque.

"Hola", le dije, con el corazón batiendo a unos ciento veinte latidos por minuto, "¿también te gusta la ginebra? ¿Por el sabor o el efecto?" Me miró con cara divertida ("voy bien", pensé) y respondió: "Ni puta idea... pero si me das otra opción, diría que por hartazgo laboral. ¿Aplica?". "Ya somos dos", respondí. "Bueno, la mía es frustración sobre todo..." Me miró, sonrió de nuevo, levantó el vaso y brindamos. Cuando estaba a punto de decir algo más, se levantó y se fue con la copa en mano hacia el fondo del bar. Bravo, galán, una más que se te va... Algún día tendré que hallar una fórmula divertida. "  –Dame otro, por favor." No podía hacer más.

Regresó más tarde.  "Como una ola larga", pensé: con elegancia, lentitud. Sin prisas ni trayectoria precisa, pero con la seguridad de que nada la detendrá hasta que se extinga por sí misma al final de la playa, mientras los mirones la admiran en su coqueto andar. Se quitó el backpack que colgaba del hombro izquierdo y lo depositó como ola complementaria en el respaldo, como si lo tuviera perfectamente cronometrado, con la maestría de una balletista que hace una caravana con gracia: con la precisión de un pelícano que rosa la ola con el extremo de su ala. Sin espuma ni ruido se sentó y ni siquiera habló. El barman-playa esperaba su señal. Al verla armó otro gin y lo deslizó sobre la barra hasta que llegó a su mano. 

"–Salud", me dijo de nuevo. La mar me daba una segunda oportunidad de abordarla."¿Todavía aquí?" No supe qué decir. Levanté el vaso evitando romper su ritmo con un graznido inculto y preferí no decir nada. De hecho pensé, por una fracción de segundo, en esa ex que cuando empezábamos la discusión decía "si no tengo nada bueno que decir, no lo digo" y callaba. Sí, el silencio es el mejor aliado. Comprobado, Liz. Me faltaron años para entenderte, lo siento.... Su sonrisa fue el final de la secuencia, el blanco destello de las notas de espuma que absorbe la arena.

Charlamos un rato con un fondo musical que apenas permitía captar palabras sueltas. Digamos que dijimos medias frases y cada uno las reconstruyó como pudo. Lo cierto es que ninguno de los dos iba ahí para escuchar: Hablábamos por no dejar el espacio vacío, con tal de no dejar de mirarnos. Algo mecánico pero posible, cuando dos soledades se encuentran y se aferran para no volver al silencio de su habitáculo. Solo repetíamos el perenne vaivén de la ola corta: a punto de vaciar la playa, nos empujaba la de atrás e impedía retroceder. Lo hacíamos porque sí, por costumbre, porque no sabíamos qué más hacer. 

La gravedad y la física, jugando con el dócil e inseguro mar. Eso éramos. 

"–¿Caminamos por el malecón?" le oí decir. No pude negarme y no obstante, sabía que caminar era pedirme más de lo que estaba en condiciones de hacer. Como pude arranqué y de algún modo encontramos balance haciendo fuerzas opuestas, apoyándonos en nuestros brazos entretejidos por necesidad de equilibrio. Echamos a andar con paso suave y avanzamos por el malecón de la Avenida del Mar, zigzagueando en la recta banqueta.

Las luminarias enceguecían y nosotros queríamos silencio hasta de lúmenes. Nos daba miedo escucharnos, tener que hilar –ahora sí– frase completas. Yo pensaba en el después, en el mañana de la euforia, en el posible beso de la noche expectante, y en la luna que nos observaba con los ojos semi cerrados. No sé si yo la sostenía o ella a mí. Bajábamos casi a tientas por las escaleras hacia la playa cuando decidió quitarse los tacones, que mucho le estorbaban: "Adelántate, ya voy". Cinco escalones, diez, veinte metros... Nada. Me detuve sin ganas de mirar atrás, pero volteé impelido por la curiosidad. Nadie, silencio, calma chicha. Izquierda, derecha, atrás, adelante. 

Evaporada como si hubiese levantado el vuelo. Decidí acercarme al mar: tal vez había decidido partir como Alfonsina hacia el fondo del océano, con sus caracolas.

No sé cuánto tiempo caminé, si tropecé o me dormí. Solo sé que el sol comenzó –otra vez– a pintar el cielo y vi sombras de nuevo: rascacielos y hoteles de lujo con piscinas vanas y habitaciones modelo, donde los amores son plásticos, falsos, con aroma de perfume fino y lencería de marca, pero sin corazón; sin otra pasión que el color del dinero: amor verde, amor morado, amor de conveniencia.

Y cuando cobré razón ahí estaba, chillando frente al mar, junto a ese poste, con un llanto patético que más que aullido, era humano, de rabia por el error cometido, por perderse por el borde sin cuidado y pensar que el mar era puro como antes: sin microplásticos, botellas o latas oxidadas, todos resultado de amores y olvidos pasados. Sin pensar, sin precaución, la pobre golden se había quedado tirada ahí, en el límite de la playa y el mar, desamparada hasta que llegué a rescatarla.

De ella, la del vestido negro, no supe más. Tal vez un día consiga regresar a ese bar por otro Gin Tonic y la encuentre... Tal vez ella, como el mar, vuelva de vez en cuanto para repetir la misma e interminable historia de la marea: El amor de la ola y la arena, en su eterno roce e interminable conquista.

Mazatlán, mayo 2022  

4 comentarios:

  1. Anónimo5:08 p.m.

    ¡Excelente!

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  2. Anónimo7:06 a.m.

    Te dirán que aman en mar, pero en realidad solo les gusta la playa….

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    Respuestas
    1. Puede ser... y mira que sí hay diferencias.

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