Mis dos abuelas eran especialistas. Sabían abrir la boca en las ocasiones apropiadas: nunca antes, nunca después. Eran tan diferentes y no obstante, compartían esa habilidad de callar y bajar mirada y orejas como Yoda frente a Luke, o como niño regañado que enfoca al piso contando las hormigas mientras registra todo en aquella imborrable parte del subconsciente.
Y sin embargo no dejaban de decir lo que pensaban, un poco como Galileo que capituló pero les dijo que sin embargo, se movía. Así eran mis abuelas: vaticinaron la desintegración familiar y la llegada del anticristo familiar como el oráculo dijo que Roma ardería. Sabias, sabias, viejas sabias. Pero nunca lo dijeron en voz alta porque no querían dejar de ser las dulces abuelas. Sólo un par de miradas cómplices o una tarde acompañándolas frente a las novelas podían hacerlas hablar. Cuando entendías sus expresiones te dabas cuenta que dialogaban -literalmente- hasta por los codos. Pero nadie, salvo un par de observadores, lo sabía.