Debería ir al grano para contar acerca de esta última lectura, pero haré un breve desvarío sobre la vida en mi ciudad natal, en la que estoy desde hace un mes y medio de forma interrumpida.
En mi ciudad leen los académicos, las familias se reúnen, y los amigos se emborrachan. Es una vida simple: hay muchos bares, frecuentados por quienes pertenecen a la correspondiente burbuja; hay una buena media docena de reuniones familiares por semana y es de mala educación decir que no vas –peor aún, que no tienes ganas de ir-. Si no hablas de las mismas cosas que a los demás les gustan o adulas las forma de vida local, te llaman constipado social. (Y mira que celebro la sagacidad del creador de mi nuevo apodo).
En estas condiciones, hallar un oasis de tiempo para hacer una lectura fuera de la burbuja familiar es una búsqueda compleja. No niego que sea rico emborracharse con los amigos o convivir con la familia, pero habría que pensar en dedicar un momento a la formación neuronal, sobre todo en condiciones en que cada borrachera te hace perder algunos miles.
Pero hoy lo logré. Si antes los domingos había recomendación de película, ahora hay de libro; sin mis bocinas que quedaron en porteñoland, ver cine en la compu ha dejado de ser atractivo.
Después de terminar con la lectura de Los protocolos de los sabios de Sión, al que dediqué varias mañanas –sólo para darme cuenta que en efecto todos quieren dominar al mundo de la manera más despótica posible-, seguí con Simón Bolívar, de John Lynch.