Todos los hombres sueñan con un retiro ideal en el cual poder hacer aquellas cosas que jamás han tenido tiempo de llevar a cabo: viajar, leer los libros que fingen haber leído... Durante muchos años, Horace Quinn había soñado en pasar unas horas maravillosas cazando y pescando, recorriendo los campos de Santa Lucía y acampando junto a riachuelos vagamente recordados. Y ahora que lo tenía casi al alcance de la mano, sabía que ya no quería hacerlo.
(Al este del edén. Steinbeck [1952]:637).
Después de un largo silencio viene un largo monólogo. Bien dicen por ahí que todo se reacomoda: los ríos retoman su cauce, el pasado regresa del futuro, el carácter sobrevive a las imposiciones. Por eso los humanos nos parecemos a los otros humanos y vivimos la imposibilidad de dejar nuestros rasgos familiares. Escribimos la misma historia con diferentes autores y personajes, pero repetimos las acciones y heredamos el genio, la genialidad, los rasgos físicos, el ADN y las reacciones. Somos nosotros y somos los mismos de hace sesenta años. Pobres seres repetitivos.
Hace poco menos de dos años llegué a Oaxaca después de muchos años fuera de mi país. Aún no sé si volver fue un triunfo, una necesidad o un fracaso. Puedo decir que no ha sido fácil y que cada vez temo más la posibilidad de volver a ser ése personaje del que huí. Estoy dejando de ser el eterno migrante y me estoy enfermando de sedentariedad: vine en busca de un oasis donde pudiera echarme para relamerme las heridas del viaje y me está costando partir de él. Demasiada agua, demasiada paz.